Capítulo 96
Se atreven a sacarme de casa un domingo
“No hay respeto en este mundo cruel. El domingo es día de jugar y de pasar el tiempo con mi gente de internet, y no me pueden conceder ni eso. A ver quién es el valiente.”
Me despierto pronto para que el plan furtivo que predice el calendario no me pille en calzoncillos y sin desayunar. Venga quien venga a sacarme de casa, me verá estupendo.
Cuando termino de ducharme, escucho la puerta de mi casa abriéndose.
Se detiene mi corazón. Alguien está entrando y Espino está expuesto. Podría escaparse o podrían hacerle algo. ¿Pero quién está abriendo la puerta? Estoy desnudo, ¡pero tengo que salir rápido para comprobarlo! Madre mía, lo que estoy dispuesto a hacer por mi gato…
Ahora que sé que Gabriel va regalando copias de la llave de mi casa, no me fío de nadie. Voy a tener que hablar en serio con el presidente.
Nora no puede ser, ¿no? Siempre cumple sus promesas cuando se trata de hacer un pacto diabólico. Y si es alguien enviado por Nora tampoco vale, ella lo sabe.
Llego al salón y me encuentro con los dos culpables del delito de allanamiento.
—No me lo puedo creer… —digo.
—¡Izancín! —grita mi madre, que corre a darme un beso y hacerme cosas en el pelo.
—¡Pero bueno! —grita mi padre—. ¿Así es como recibes a las visitas? ¿En pelota picada?
—¿La de llamar al timbre os la sabéis?
—¡Izan! No le hables así a tus padres —dice mi padre, fingiendo el tono de progenitor duro y que sigue unas normas estrictas y respetables. Por poco se le escapa la risa.
—Te veo flojo —dice mi madre—. Tienes que apuntarte al gimnasio.
—Claro. Mañana lo iba a hacer —contesto con la voz neutra.
—¿En serio? —dice mi madre.
—Te está tomando el pelo, cariño. El Izancín siempre te la cuela con sus sarcasmos. No has cambiado nada, ¿eh? Sarcástico desde adolescente. ¿De quién lo has sacado?
—Pues del mismo sitio que todo lo demás —digo—, de cualquier parte menos de vosotros.
Mis padres se miran y se ríen. Lo bueno es que puedo decirles estas cosas y les da igual.
—Va, vístete —dice mi padre—, que nos vamos a tomar algo.
—Los domingos no salgo —digo, sin muchas esperanzas.
—¡No digas tonterías, Izancín! —grita mi madre—. Que solo estaremos aquí hoy. Mañana nos vamos a… Lisboa… —y al decir el nombre de la ciudad, los dos se ponen a repetir “Lisboa”, pero cantando, o algo parecido, mientras bailan y se chocan los culos.
—¿De dónde sale el dinero? —pregunto—. No, en serio, ¿cómo os ganáis la vida?
—Izan… La vida no hay que ganársela —dice mi padre—. La vida es un regalo. Hay que aprovecharla. El que cree que tiene que ganársela es porque no ve todo lo que tiene a su disposición. Quédate con eso, hijo. Es mi lección de hoy para ti.
—Gracias —le digo—, la basura está ahí en la cocina, debajo del fregadero, por si traes alguna lección más.
—¡Izancín! —grita mi madre de la forma más estridente que se puede. Y me revuelve el pelo, también—. ¿No te alegras de vernos? ¿Es porque hemos entrado sin avisar?
—Por empezar por algún sitio… Sí, en parte es por eso.
—Siempre ha sido muy especialito el Izan —dice mi padre—, pero yo sé que nos quiere. Nos llama para el día del padre y el día de la madre.
Sabía que no tenía que haberlo hecho.
—¿Has visitado al tío Mateo? —le pregunto a mi padre.
—¡Vaya! Pues no, no. La verdad es que lo hemos pensado, pero no queremos que nos llene de malas energías para nuestro viaje a… Lisboa… —vuelven a hacer la cancioncita y el baile de chocar culos. Insoportables.
—Basta, por favor… —digo, desesperado.
—¡Izan! —grita mi madre, que no me llama Izancín cuando quiere decir algo muy serio o cuando algo la ha impactado—. ¡No nos has presentado a ese gatito! ¿Cómo se te ha podido pasar?
—Ah, lo iba a hacer… Después de recomponerme de tremendo allanamiento de morada —cojo a Espino en brazos y se lo acerco a mis padres—. Padres, os presento a Espino. Espino, te presento a mis padres. Ya se iban.
Mi madre me arranca a Espino de las manos y se pone a jugar con él con bastante violencia. Creo que es más efusiva que Lydia y, por lo tanto, más peligrosa.
—Cuidado, que lo vas a asustar —dice mi padre, demostrando que a veces puede decir también cosas sensatas.
Recupero a Espino y lo acaricio con calma para que sepa que está seguro. Está asustado. Con lo tranquilo que es…
—Bueno, Izan —dice mi padre—. ¿Vamos a tomar algo? ¿Damos una vuelta? Qué prefieres.
—Quedarme en casa y hacer mis cosas.
—¡Hay una crepería en la plaza que es en lo primero que pienso cuando recuerdo este barrio! —grita mi madre. Porque lo de recordar que tienes un hijo viviendo aquí como que no…
—¿Crepería? —dice mi padre, y levanta la mano—. ¿Votos a favor? Uno, dos… Dos a uno. Mayoría. Vístete, que nos vamos.
Al final me visto y salgo con ellos, pero para que se callen. Por suerte, por pesados que sean, casi nunca están, así que solo tengo que aguantar una vez suelta cada mucho tiempo.
Mis padres son un equilibrio terrible entre muy ausentes y pasotas, por un lado, y muy cansinos y absorbentes por otro. Es decir, recogiendo lo peor de los dos mundos. Fuera de eso, no son mala gente, pero no sé si eso compensa todo lo demás.
La charla con ellos en la crepería es muy poco significativa. Sin embargo, cuando sacan el tema de mi trabajo, veo la oportunidad para lanzarle indirectas a mi padre por lo que pasó con Victoria. El Gerardo que se parece a mí y que estuvo saliendo con ella hace poco, y que además tiene a Dana como protectora obsesionada con él… ¿Es mi padre o no? Vamos a ver qué dice.
—El otro día, en el trabajo, me besó una compañera. Una mayor que yo.
—¿Te besan las compañeras de trabajo? —dice mi padre—. ¡Pero bueno! ¿Eres el típico que las mata callando?
—¡Izancín! Con lo formal que tú eres…
—La compañera se llama Victoria. Me dijo que lo hizo porque le recordaba a un novio que tuvo hace poco. Se ve que se parece a mí, pero más mayor.
La reacción de los dos es inexistente. Siguen sonriendo con toda normalidad, escuchando mi historia o añadiendo frases irrelevantes.
—Por lo visto… —continúo—, Victoria tiene algún tipo de desacuerdo con la abogada de ese hombre. Una mujer llamada Dana.
—¿Y Dana también te besa? —dice mi padre, acompañado de una risa que solo utiliza la gente que está destinada a reírse sola de sus propios chistes.
—Yo con tantos nombres me pierdo… —dice mi madre—. Yo me acuerdo de Ignazi, porque me hizo gracia el mote.
—¡Y de Hugo! —añade mi padre—. Ese es el que Izan pone más hincapié en criticar cuando nos cuenta sus dramas laborales.
No reaccionan. Los nombres y situaciones que implican a Dana, Victoria y el hombre que se parece a mí, no provocan ningún tipo de reacción en ninguno de los dos. Creo que mi madre sería incapaz de ocultarlo, así que, en caso de ser lo que siempre he pensado, mi madre no sabría nada. Mi padre, por lo tanto, estaría ocultando muy bien lo que piensa en estos momentos. Los veo muy parecidos en muchas cosas, pero en esto difieren: mi madre es mucho más sincera y cristalina que mi padre.
No puedo sacar mucho más. Ya he plantado la semilla. Si pasa algo, a lo mejor vuelve a salir el tema en un futuro. A lo mejor mi padre me lo comenta en privado, y ahora finge porque está la cornuda de su mujer delante. Quién sabe.
Como Dana me persigue dentro de unos días, según el calendario… Tal vez saque algo más hablando con ella.
O tal vez mi padre no tiene nada que ver con nada de esto, que también sería un alivio, la verdad.
La conversación con mis padres no da para mucho más. De mi hermano ni hemos hablado. De mi tío han evitado hablar. No han querido saber tampoco gran cosa de mi vida. Con tres o cuatro cosas superficiales les ha bastado. No se pueden ni imaginar todo lo que está pasando, pero estoy seguro de que, incluso aunque se enterasen, no querrían procesarlo. No disfrutarían de Lisboa o de donde sea que se quieran ir luego.
Después de despedirme de ellos en la estación, vuelvo a mi edificio.
Desde lejos veo a Nora volver de hacer la compra. Me quedo quieto, esperando a que se instale en su casa, para no cruzarnos.
Este es el tipo de vida que tengo ahora. El mayor foco de inseguridad está en mi propia casa.
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