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Relato corto de Acuario

Joel Soler


    El restaurante Ganimedes es un lugar idílico para que personas con buen gusto pasen su tiempo de esparcimiento, rodeados de un exquisito lujo, desde nuestras copas, pasando por nuestras mesas, adornos florales, los evocadores decorados con reminiscencias a la cultura griega, hasta la presencia y estilo de nuestros coperos, encargados de servir toda nuestra variedad de bebidas de marca propia para el deleite de sus sentidos, mientras disfruta con los suyos, o en soledad, de las vistas de nuestra ciudad marítima. No se pierda la experiencia única del restaurante Ganimedes.

 

    Alberto apagó el televisor tras ver entero de nuevo el anuncio en el canal local sobre el lugar donde trabajaba. Para él era un lugar pretencioso, con un lujo demasiado superficial y una supuesta elegancia que era más marketing que otra cosa. No podía empatizar lo más mínimo con la mentalidad de los jefes, pero qué importaba eso, si cobraba tan bien por un trabajo que no le suponía ningún problema.

    Él se dedicaba a servir copas. Los coperos de Ganimedes tenían una impecable reputación en aquella localidad. Era la profesión de los que se encargaban de servir a reyes y Dioses. Para Alberto, esa era una forma barata de hacer sentir poderosos y especiales a los clientes pedantes y adinerados. Ellos llegaban, veían a un copero elegante servir sus copas y sonreían por estar en lo alto de la sociedad.

    Pese a que no tenía demasiado buen concepto de su trabajo, lo cierto es que Alberto era considerado bastante bueno en lo suyo, pues lo importante en Ganimedes era tener buena presencia y hacer que los clientes se sintiesen como gente con poder y con una posición social acorde a su ego, y eso el joven copero lo sabía hacer muy bien. Sus movimientos y su voz eran agradables y elegantes, su conversación reforzaba la posición y comodidad del cliente, y su habilidad estaba fuera de duda.

    Alberto dejó muy joven su hogar, huyendo de un estilo de vida que no le gustaba nada, siendo el primogénito de una familia adinerada pero que tenía negocios, a su juicio, algo turbios. Se esperaba mucho de él en cuanto al futuro de su familia, pero Alberto no quería tener nada que ver con todo ese universo. Sus dos hermanas pequeñas tampoco le parecían un motivo para quedarse, pues la mediana era una chica destructiva y excesivamente rebelde que él no podía ni comprender ni apaciguar, y, en cuanto a la pequeña, estaba tan encantada con ser la favorita de su padre, que siempre se notó ciertas barreras entre ella y sus dos hermanos.

    De muy joven, Alberto abandonó su ciudad y se fue en busca de su propia vida. Estudió lo que quiso, y para pagarse la carrera, trabajó desde que llegó en el restaurante Ganimedes, que desde un principio le aceptó con los brazos abiertos, encantados con su buena presencia y su actitud.

    Alberto no pudo encontrar trabajo de lo que había estudiado, salvo una única vez hasta la fecha, que al encontrar trabajo e informar al restaurante que tenía que dejar de trabajar ahí, los de Ganimedes le ofrecieron un sueldo notablemente mayor al que ya tenía… Lo suficiente como para rechazar la oferta del trabajo que quería realmente, y seguir estable y sin problemas en Ganimedes. Así es como el proyecto de vida soñado de Alberto murió, pero dio paso a una vida relajada y sin complicaciones. ¿Era eso tan malo? Usaría el tiempo y la libertad que le daba ese modo de vida para apreciar más la belleza del entorno y vivir una vida más relajada y contemplativa. Eso también encajaba con su personalidad.

    Visitaba museos y conferencias de arte, buscaba lugares bonitos en la localidad, probaba los mejores restaurantes, descubría todos los lugares de interés histórico o arquitectónico, como jardines, fuentes o ruinas en el bosque…

    Algo que apasionaba a Alberto eran las fuentes del lugar. Todas eran elegantes, con agua cristalina y siempre tenían historias a su alrededor.

    Otro de los lugares más destacados en su búsqueda de lugares que embellecían su concepto de la vida, era una montaña donde solía volar siempre un águila que también era famosa en el pueblo. Era como si le gustara acercarse mucho al pueblo, pero sin involucrarse con los humanos. Alberto sentía simpatía por aquella ave. Lo que más le gustaba a Alberto del águila era que podía verlo todo desde muy arriba. A él también le gustaban esas vistas. Eran sus favoritas, en especial si quería desconectar y ver las cosas con perspectiva.

    Alberto era el tipo de persona que, con independencia de si se encontraba bien o mal, era capaz de fingir esa personalidad tan agradable con los clientes y los conocidos. No necesitaba ser sincero, solo tenía que fluir.

    Muy pocas cosas le hacían perder el control. Sentirse torpe o inútil eran dos de esas cosas. No solía pasar, pero, si pasaba, Alberto temía perder lo que lo hacía especial y bien valorado.

    La reciente muerte de su padre trajo consigo una de esas situaciones en las que se percibió como alguien inútil, ya que sentía que no había estado con él lo suficiente y que, junto a la muerte de su madre años atrás, ya no le quedaba casi ningún familiar en el mundo. Además de eso, sus hermanas iniciaron una especie de guerra por la herencia, cosa que le pareció de un gusto pésimo y lamentable, y de lo que no quiso formar parte. La mediana, en especial, se puso muy pesada contactando con Alberto, intentando convencerlo de que merecía una parte muy pequeña de esa herencia, ya que se fue de casa hace muchísimo tiempo y no ha vuelto a tener nada que ver con su padre. Si de verdad Alberto no era una persona tan interesada de un mal gusto pésimo como ellas, no podía exigir mucho dinero de una familia de la que ya se había desentendido. Así lo veía su hermana, y a él no le apeteció discutir sobre el tema. Pensó en cómo una despedazaría a la otra, mientras la otra buscaría todo el dinero posible haciéndose la buena, y quiso ignorarlo todo, pidiéndoles que le dejasen un poco a él, pero que se pusieran de acuerdo entre ellas, quedándose con lo mínimo, si así lo decidían. 

    Alberto prefería reflexionar sobre lo que supuso la muerte de su padre en uno de esos lugares preciosos que podía encontrar en esta bella localidad.

    En uno de sus momentos de esparcimiento, uno de sus amigos le preguntó si conocía una cueva preciosa que se encontraba en las afueras de la ciudad, y Alberto no tardó en querer ir a verla.

    Entró en la cueva, un lugar fresco y tranquilo, al principio no muy oscuro debido al tamaño de la entrada, y en lo más profundo iluminado con unos pequeños faros de luz azul que alguien debía mantener casi a diario para que mantengan ese tono azulado e íntimo en la cueva.

    Poco a poco iba entrando, atraído por la preciosidad de las rocas y el ambiente que se generaba en ese lugar, como si fuese algo mágico para él. Se decía que él debía de ser de las pocas personas que podría apreciar la belleza de un lugar así.

    Al final de la cueva encontró un precioso manantial cristalino, uno de los lugares más increíbles que había visto jamás. Pero no era lo único precioso que encontró en aquel lugar. Una mujer descalza estaba en ese manantial, con un ánfora en sus manos. De dentro de ese recipiente, poco a poco iba cayendo una corriente de agua de manantial frente a los ojos cerrados de esa mujer, que dejaba caer el agua con mucho mimo. Cuando el ánfora se vaciaba, ella rellenaba de nuevo el recipiente en el manantial, y volvía a repetir el proceso. Alberto perdió la noción del tiempo y de su propio ser mirando a esa misteriosa mujer.

    Al darse cuenta de que llevaba mucho más rato de la cuenta espiando a alguien, decidió moverse, sin saber si hablaría con ella, o si saldría corriendo de ahí para no molestar. Pero, al ver que ella notó el movimiento, no le quedó otra que hablar.

    —Perdona… —se acercó Alberto finalmente. Se sintió fatal, ya que una de las cosas que menos soportaba era ser alguien torpe y de mal gusto, y ese momento destilaba las dos cosas.

    —Oh, perdón, no había visto que había alguien. Estaba demasiado ensimismada, lo siento. ¿Quieres algo?

    —Bueno, es que te he visto y no he podido evitar preguntarme… ¿Qué estás haciendo con el agua? Era hipnótico.

    —¿Hipnótico? —dijo la chica, riendo—. Este manantial… Dicen que tiene propiedades curativas —al decir eso, recogió algo más de agua en su ánfora.

    —¿Y por eso derramas el agua frente a tus ojos?

    —Toma —la mujer le entregó el ánfora a Alberto—. Prueba a hacer lo que estaba haciendo yo. Esta agua tiene propiedades curativas, pero no solo para el cuerpo, ¿sabes? También para el alma. Y para ello tienes que dejarla correr frente a ti, como si destilases la propia paz interior de tu alma.

    Alberto probó este extraño experimento que la mujer le proponía.Durante unos segundos, Alberto entrecerró los ojos y dejó caer el agua con suavidad, viendo a través del cristalino cuerpo del líquido a la mujer que compartía en ese momento su espacio y tiempo con él.

    —Me llamo Mar —dijo ella.

    —Alberto —dijo el copero, mientras volvía a rellenar el ánfora y volvía a repetir el procedimiento con el agua del manantial.

    —Pues, Alberto… Si algún pensamiento te atormenta, puedes dejar que corra como el agua. Hacer que poco a poco, con paciencia, de la forma más suave, desaparezca de tu interior. El agua, cuanto más cristalina, más purifica el alma.

    —¿Se me nota en la cara que algo me atormenta? —pregunta Alberto.

    —Solo ha sido una ligera intuición —dice ella—. Si no era ahora, podías usar este espacio para cuando fuera necesario. Pero poca gente viene hasta aquí si no está atormentada por algo. ¿Por qué si no te ibas a adentrar en un lugar tan profundo y relajante, si no es para huir por un rato de tus problemas?

    —Pues sí… Has acertado.

    Alberto pensó en sus hermanas y en su difunto padre. En cómo se sentía él respecto a todo aquello. En cómo perdía el control.

    —No todos conectan igual con el agua —dijo Mar—, pero merece la pena intentarlo. Dicen que hay energías que muchos no están dispuestos a creer que existen, que la ciencia no quiere reconocer, pero que estoy segura de que son reales. Y el agua… Precisamente el agua tiene una conexión muy especial con las personas. Tengo la sensación de que tú también podrías conectar con el agua de este manantial, Alberto.

    —Oye… ¿Sueles estar por aquí?

    —Intento venir cada día, pero voy variando la hora. Intento estar al mediodía, pero no lo puedo asegurar —dijo ella volviendo a sujetar el ánfora—. De todas formas, te pido que vuelvas por aquí cuando puedas, pero tienes que hacerlo por ti, esté yo o no. Tienes que encontrarte a ti mismo. Reconocerte en ese reflejo —dijo, acompañando a Alberto a mirar al reflejo de su rostro en el manantial.

    Mar cogió de nuevo agua del manantial y siguió el procedimiento. Alberto se despidió debidamente y se fue a toda prisa a su casa para llamar a su hermana, con la que terminaría de atar su opinión sobre todo lo que estaba pasando, no para reclamar lo que creía que le pertenecía, si no para zanjar todo de la forma en la que Alberto se pudiera sentir mejor consigo mismo. Su comprensión impresionó a la hermana mediana, que era un hueso duro de roer. Conseguir eso ya fue mucho más importante que el dinero que podía conseguir. No necesitaba el dinero con lo bien que cobraba en Ganimedes. Su paz mental, en cambio, era mucho más importante.

    Los siguientes días, Alberto seguiría purificando su alma de toda clase de preocupaciones y pequeñas manchas pendientes y olvidadas en su alma, dejando caer agua de un ánfora que compró, muy similar a la que tenía Mar. Día tras día, semana tras semana, seguía asistiendo a ese manantial, casi como un ritual. Para su trabajo y sus amistades, el resultado no era del todo notorio, pues estaban acostumbrados a que Alberto fuera siempre encantador y positivo con ellos, pero esta vez había un cambio en el interior del copero de Ganimedes… Esta vez se comportaba así con sinceridad cristalina, como el agua que cae del ánfora.

    Los primeros días, Mar y Alberto se iban encontrando en ese manantial. Pasaban el tiempo juntos, pero no se puede decir que llegasen a hablar de cosas realmente importantes o personales, y a Alberto tampoco le importaba, por lo menos no por la parte que toca a su vida. Él estaba dispuesto a escuchar cualquier cosa de esa mujer, y también estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta, pero, por algún motivo, el fluir de las conversaciones siempre convertía en algo totalmente banal los diálogos propios de dos personas que se estaban conociendo. Alberto prefería dejar fluir sus emociones junto al agua del ánfora, en lugar de llenar aquel sagrado manantial con palabras vacías.

    Pese a lo especiales que eran esos momentos, como si no quisieren estropearlo, ninguno de los dos salía al mismo tiempo de la cueva. No se daban los teléfonos, no quedaban a horas específicas y tampoco se acompañaban a casa.

    A causa de la poca estabilidad de esos encuentros, llegó un día en que Alberto iba una y otra vez al manantial, pero Mar dejó de venir. Él seguía derramando agua cristalina de dentro del ánfora, constantemente, pero Mar no aparecía. Pasaban los días y seguía esperando. Ella no aparecía, se había evaporado.

    Para sus adentros, Alberto se hacía el fuerte. Se repetía que él estaba aquí por el agua, el ánfora y el manantial, y que ella solo añadía valor a esas visitas, pero que no era solo por ella. Poco a poco se arrepentía de sus propios pensamientos, pues la mayoría de días no se concentraba en el agua ni en la paz… Solo se dedicaba a mirar todo el tiempo hacia la entrada de la cueva para ver si ella aparecía.

    No tenía a quien preguntar, no tenía como dar con ella.

 

    Como aquella ciudad no era demasiado grande, los eventos fuera de lo común se esparcían rápidamente por todos los medios locales. Un día, leyendo la prensa de la zona, Alberto se quedó helado al ver una noticia que no esperaba en absoluto.

 

Enfermedad sin nombre

Los médicos locales no encuentran el nombre ni reconocen los síntomas de la enfermedad que sufre nuestra vecina Mar Pirra Messier, que lleva algunos días ingresada en nuestro hospital a la espera de encontrar alguna explicación a sus extraños síntomas. Por el momento, desconocemos la evolución de la paciente.



    —Es ella… Estoy seguro… ¡Es ella!

    Alberto fue rápidamente a buscarla al hospital, averiguando, a fuerza de preguntar e insistir por la habitación de Mar, ignorando como las enfermeras le decían que estaba fuera del horario de visita. Intentó entrar de muchas formas, pero se lo llevaron antes de poder hablar con ella. Sin embargo, durante un segundo, pudo verla desde el pasillo. Mar estaba en aquel hospital, y por eso no volvió a aquella cueva.

    El estado de Mar parecía delicado. Ella estaba despierta, tenía cara de haber abandonado, como si esperase los peores síntomas para una enfermedad sin nombre, casi dando por hecho que el resultado final sería su propia muerte.

    Alberto fue corriendo al manantial y, como si los recuerdos de Mar le hablasen desde sus aguas, pudo comprender de alguna forma el motivo por el cual ella pasaba los días dejando caer agua cristalina del ánfora. Mar estaba en aquel manantial para curarse. Quería que las propiedades curativas del agua de la vida fuesen lo necesario para curar una enfermedad sin nombre. Si era desconocida la enfermedad… ¿Por qué no iba a serlo la cura?

    Alberto rellenó su ánfora con agua de aquel enorme manantial, y fue al hospital vigilando no derramar el líquido. Para esta vez sí que pudo entrar en horario de visita, así que se plantó frente a Mar con el ánfora llena.

    —Alberto… —dijo ella, incorporándose.

    —¿Tienes aquí tu ánfora?

    —Claro… Es lo primero que pedí a mis padres que me trajeran.

    —¿Dónde está? Quiero hacer algo.

    Ella señaló detrás de la mesa de las medicinas. Alberto sacó el ánfora de Mar y la puso encima de esa mesa recta y estable. Con el ánfora de Alberto llena de agua, se preparó para dejar caer el agua.

    —Espera, Alberto, ¿qué haces? ¡Podrías derramar el agua!

    —Soy copero, ¿lo sabías?

    —¿Copero?

    —Sí. Mi faena es servir a reinas y Diosas los líquidos sagrados que solo ellas se merecen —mientras Alberto formulaba esas palabras, dejó caer lentamente el agua de la vida que se escondía en su ánfora—. No te dejes llevar por preocupaciones banales, solo observa la corriente, mira como el agua cristalina purifica tu interior.

    Alberto pasaba el agua del manantial de un ánfora a otra. Cada vez que llenaba una, la usaba para llenar la que acababa de vaciar. En ninguno de sus procesos derramó una sola gota, como correspondía a un copero profesional.

    —Volveré —dijo Alberto.

    —Gracias…

    Mar pudo haberle explicado muchas cosas. Que ya intentó convencer a sus padres de que trajeran agua en su ánfora, pese a que ellos lo veían una auténtica tontería que posiblemente solo harían si se enteraban de que la situación era mortal, pero, mientras tanto, usaban las pocas ganas y fuerzas que tenían para mantenerse cerca de su hija y presionar a los médicos, o para descubrir más cosas de la enfermedad por su cuenta. Pudo contarle, también, que tenía esta hipotética enfermedad desde hacía once años, y que no fue hasta ese momento que los efectos empezaron a volverse críticos e impredecibles. Pudo contarle que intentó por todos los medios comunicarse con él, preguntar por si alguien de su entorno lo conocía, definiéndole lo mejor posible, pero sin éxito. Por lo visto, nadie del entorno de Mar solía frecuentar el Ganimedes. Pudo decirle todas estas cosas y muchas más, pero no lo hizo porque, una vez más, las palabras no eran necesarias. Que el agua pudiera fluir de forma sincera era más que suficiente.

    Alberto hizo el mismo procedimiento durante varios días, llevando el ánfora del manantial al hospital, y del hospital al manantial. Como Alberto era alguien conocido, no pocos fueron los que preguntaban al copero qué es lo que estaba haciendo, deteniéndolo en mitad de sus trayectos para preguntarle por sus misteriosas rutinas.

    Al principio, por cortesía, Alberto se paraba a escuchar a quien le preguntaba. Otras veces seguía caminando mientras quien preguntaba lo seguía, acompañado de preguntas vacías movidas por la curiosidad y los cambios en una rutina que, por lo general, es gris.

    Aunque Alberto tenía paciencia por naturaleza, algo empezaba a ser molesto en aquellas personas… Y es que, los que no lo miraban con pena por la situación de la chica y la desesperación que mostraba Alberto, lo miraban con aires de saberlo todo y, sin decírselo con palabras, estaba claro como el agua que le estaban diciendo “eso que haces no sirve para nada”, “eso son cuentos”, “estás perdiendo el tiempo”, “estás demasiado desesperado y por eso haces esas tonterías”…

    Por más que Alberto era alguien paciente, acumuló demasiado. En uno de sus viajes al hospital, y después de otro de esos encuentros que sirvió como gota que colmó el ánfora de su paciencia, Alberto maldijo en voz alta durante todo el recorrido, asqueado por la poca comprensión que sentía por parte de aquellas personas a las que solía servir.

    Al llegar a la habitación de Mar y repetir una vez más el proceso, ella notó algo en el agua.

    —Lo siento Alberto… El agua de hoy no vale.

    Alberto dejó con cuidado el ánfora en la mesa, con la mirada perpleja, y preguntó.

    —¿A qué te refieres? Es agua del manantial, como siempre. Te juro que voy siempre ahí a buscarla, a ningún otro sitio.

    —No me refiero a eso… Es que está contaminada.

    —No lo entiendo —para Alberto, las palabras de Mar sonaban a algo que era incapaz de comprender sobre las propiedades reales del agua que trajo consigo—. Siempre me aseguro de que llegue en un estado impoluto.

    —Has cargado el ánfora de malas energías. Su agua está llena de negatividad, y con un agua así no podrás ayudarme…

    Por un momento, una parte de Alberto pensó que eso no podía ser. Que debía ser una tontería o una forma de hablar… Pero, al instante, se dio cuenta de que, al pensar eso, no era muy diferente a todos aquellos que tanto odió por la calle. A todos aquellos que le juzgaban y a los que él había criticado.

    —Necesito entenderlo mejor —dijo.

    —¿Necesitas entenderlo para creer en ello? Bueno, no es que pueda juzgarte —Mar hizo una pausa para poder respirar bien, a causa de su enfermedad—. ¿No has oído nunca que el agua tiene memoria? El doctor japonés Masaru Emoto hizo un estudio al respecto. No apto para escépticos crónicos —dijo ella, sonriendo—. Ese hombre demostró cuánto pueden afectar los pensamientos, las palabras, incluso la música, a las moléculas del agua. ¿Y sabías de la conexión de los humanos con el agua? ¿De las energías que hay por el mundo que la ciencia jamás podrá explicar? En oriente nos llevan tanta ventaja sobre este tema…

    Alberto empezaba a comprender mucho mejor el sentido de todo. Él siempre ha sido abierto en estos temas, pero, en esta situación, realmente le costaba relacionarlo. Mar continuó.

    —¿Sabes por qué ese manantial tiene esas propiedades? Porque, durante siglos, ese lugar fue puro, feliz, propiedad de generaciones de buenas personas que llenaron de buenos deseos el lugar. Es de los pocos lugares que no solo no han sido corrompidos por las personas… Porque, lo sabes, ¿no? La gente no es solo mala, o tonta… También es buena, brillante, maravillosa… Todos son reales. Ese manantial recoge lo mejor de la humanidad. Es un lugar único en el mundo. Y, si te quieres quedar más tranquilo con otras explicaciones técnicas…

    Alberto cortó la frase y le dijo que no necesitaba saber nada más. Que lo había entendido de corazón.

    —Estamos tan limitados, Mar… Pero no voy a permitir que la ignorancia de las personas sea motivo para agravar tu enfermedad. Yo me encargaré de todo.

    Alberto salió de la habitación a toda velocidad y continuó con el procedimiento, pero esta vez no se conformaría con hacer lo mismo todo el tiempo…

    Poco a poco, no sería solo su ánfora la que acompañaría a Alberto y a Mar en sus visitas, pues, poco a poco, Alberto iba portando nuevos recipientes que contenían el agua de ese manantial, e iba llenando la habitación del hospital de cada uno de ellos. Aunque el manantial seguía estando lleno, Alberto prometió devolver cada gota cuando llegase el momento.

    En muy poco tiempo, Alberto había creado el acuario más puro en torno a la persona a la que más quería ayudar.

    La determinación y deseos de Alberto dieron una nueva forma a las partículas del agua, eso lo podían notar los dos. No importaba que nadie le creyese, él sí lo hacía, Mar también, y el agua del manantial también. Pero, pese a todo, Alberto se estaba exigiendo física y psíquicamente por encima de sus posibilidades…

    Sin conocer ni qué hora era, ni cuánto rato había pasado, Alberto se despertó en la orilla del manantial, aturdido y completamente exhausto. Dormir tenía que haber sido una de las cosas fundamentales entre sus tareas, si es que realmente quería ayudar a Mar, pues era mucho mejor controlar sus propias fuerzas, que simplemente desfallecer y no saber nada de ella durante quién sabe cuánto tiempo. Pero, tozudo como él solo, volvió a rellenar el ánfora y puso rumbo de nuevo al hospital.

    Al llegar, la cama estaba vacía, y la habitación completamente recogida. No estaba su ánfora, no quedaba nada. Tampoco el acuario. Nada.

    Como si se tratase del agua cuando la dejas caer y luego desaparece, evaporándose, filtrándose… No dejó más rastro que el recuerdo y la certeza de que alguna vez estuvo ahí. Mar se había ido.

    Alberto se acercó rápidamente a un doctor.

    —Perdone… La chica de esta habitación, la de la enfermedad sin reconocer. Me dijo que pasaría aquí por lo menos una semana más.

    —Sí, eso creíamos nosotros, pero… No pudimos hacer nada por conocer su enfermedad. Ella… —Antes de que terminase de hablar, Alberto salió corriendo.

    Durante la carrera hacia la cueva del manantial, lloraba y gritaba. Él siempre se preguntaba por qué era del tipo de personas que nunca derramaban una sola lágrima, así que esta sensación fue dolorosa y extraña, y hubiese sido liberadora de no ser por el dolor, el vacío, la confusión y la frustración.

    Así siguió hasta que llegó de nuevo al manantial donde tenía previsto gritar a solas y empaparse de aquella masa de agua que tenía en su interior la promesa de curar el alma. Si se hubiese parado a escuchar el discurso entero del doctor, se hubiese ahorrado ese mal trago.

    —¿Alberto…?

    Allí estaba ella, como si nada. Mar y su ánfora. Mar y su elegante porte, dejando caer agua del ánfora de la vida.

    —Pero tú… Espera… Tú… ¿Tú estás bien? ¿Estás curada?

    —Perdona, pensaba que el doctor te diría algo si venías a verme y veías que no estaba.

    Alberto se sonrojó.

    —Creo que eso es mi culpa… Qué mal… Digamos que, bueno, me fui de allí confiando en mis propias conclusiones…

    Pocas veces se había sentido tan estúpido, pero fue la primera vez que se tomó bien esa sensación.

    —Estoy bien en este momento, Alberto, pero no estoy curada.

    —¿Cómo es que te han dejado salir entonces? —preguntó él, agobiándose de nuevo.

    —No temas, asistiré regularmente para seguir haciéndome pruebas, pero si me han dejado salir es porque han visto un cambio en mí.

    —¿Un cambio? Crees que… ¿Crees que este manantial te ha curado? Por favor, dime que lo ha hecho.

    —¿Sabes lo que creo? —dijo ella, invitando a Alberto a que hiciese el ritual del ánfora como todos los días cuando estaban los dos juntos en la cueva—. Creo que, al principio, tu deseo de ayudarme traía un agua pura que podía purificar parte de mí, pero no era suficiente. Fue cuando creíste del todo en mí que conseguí sentir la vida en el agua. Esa tenacidad, ese acuario que construiste a mi alrededor… No creo que se trate solo de las propiedades del agua… Creo que, al igual que llenas de agua el ánfora, llenaste en mí mis ganas de vivir, y eso mi cuerpo lo sabe. Mi cuerpo sabe que ahora, gracias a ti, y sea cual sea la naturaleza de mi enfermedad, pienso aferrarme a la vida como nunca pensé que haría.

    Ante esas palabras, Alberto no supo qué decir. Él hizo lo que sentía y lo que creía, y no se dio cuenta hasta ese preciso instante de la fuerza de sus actos.

    —Te aferrarás a la vida, y yo te ayudaré. El ánfora de la vida te ayudará —dijo él, mostrándole como recogía agua con su ánfora.

    —Eso no es el ánfora de la vida, Alberto… —señaló hacia él—. Tú lo eres. Nadie más que tú.

    De nuevo, sin mediar más palabras, dejaron que, una vez más, fuesen el manantial y sus energías los que hablasen por ellos.

    Seguirían dejando caer agua, seguirían luchando y seguirían cerca. Contra su enfermedad, contra las limitaciones, contra la ignorancia… Dejándose llevar por la pureza del agua que, mientras recuerde todo lo que ha pasado entre ellos, será la más pura de las aliadas para empujarlos hacia la vida.

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