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Relato corto de Capricornio

Joel Soler

Actualizado: 22 ene 2024



    Ya no quedaba nadie en el monte donde Casandra vivía. Todos sus amigos de infancia ya se fueron de aquel lugar. Ella, sin embargo, seguía ahí. Era el deseo de sus padres, que, por su salud, no podían seguir encargándose de sus animales, cosechas y propiedades.

    Además de por ser la única hija de un matrimonio que lo dio todo por sus cultivos, había otros motivos por los que Casandra no abandonó el monte como sí lo hicieron todas las personas cercanas a ella. Por un lado, Casandra era una persona sin ninguna aspiración clara. Vivía para hacer el trabajo bien hecho, siempre poniendo la eficiencia y la responsabilidad por delante, y no solía perder el tiempo en cosas como los sueños ni mucho menos los deseos. El otro motivo era que, desde que Casandra nació, la prosperidad llegó a esa familia. Fueron los mejores años de cosechas, y su habilidad para cuidar de las cabras monteras fue algo que trajo felicidad y abundancia a aquella familia.

    Su abuelo siempre decía que ella era como el cuerno de Amaltea, el cuerno de la cabra que amamantó al Dios Zeus, y que es considerado como un gran símbolo de prosperidad. Bajo ese halo es que Casandra fue moldeada como la perfecta señal de abundancia para la familia.

    De pequeña, Casandra hizo amistad con otros niños de la zona, y como eran pocas casas y un solo colegio, muy pequeño, los pocos niños que había se conocían muy bien y terminaban siendo amigos pese a las enormes diferencias entre unos y otros. Esa posiblemente fue la etapa más feliz de Casandra, pues, aunque ella era de las más calladas de entre todos los niños, siempre fue respetada y admirada por ser capaz de conseguir siempre que a todos les fuesen mejor las cosas, tal vez gracias a su excelente desempeño con el trabajo, a su paciencia, o a su capacidad por traer la prosperidad por donde pisaba.

    Con el paso de los años, todos esos niños empezaban a tener sueños y a ser personas inconformistas, entendiendo que estaban atrapados en ese monte y que, si querían conseguir sus objetivos, tenían que salir de allí y alcanzar eso de lo que siempre oían hablar, el sueño de vivir en la gran ciudad. Todos, cada uno con su propia forma de entenderlo, terminaban por pensar igual, pues la ciudad tenía todas las respuestas. La ciudad, según todos, era lo que los llevaría a ser adultos y a conseguir lo que quisieran. Todos, menos Casandra, estable en su lugar, trabajadora, siempre preparada para hacer lo mejor por su familia y no fallarles.

    Se sentía bien por poder hacer algo tan útil por su familia y por llevarlos a una situación económica realmente favorable. Pero ser el principal artífice de la prosperidad de los suyos era algo que ya tenía y que ya había conseguido, y entonces, aunque no tenía metas claras, se preguntaba lo siguiente.

    ¿Voy a seguir igual toda mi vida? ¿Soy una línea recta?

    Sus amigos de la infancia, en especial un grupo de tres chicas con quienes hizo verdadera amistad, conforme se marchaban, decían que seguirían volviendo a visitarla a ella y a sus familias. Los primeros meses fue así, pero, por supuesto, cada vez lo era menos. Algunas veces, alguno venía solo a hacer una visita de cortesía a su familia, pero se olvidaban de ir a saludarla a ella, algo que Casandra veía desde lejos, pero sin decir nada, sin molestar.

    Algo tenía esa ciudad que cambiaba y absorbía a las personas, ¿verdad? Bueno, Casandra no podía saberlo.

    Solo había una que en ocasiones venía a verla y a pasar muchas horas con ella. Se trataba de su mejor amiga de la infancia, Eva, que siempre tenía muchas historias que contar sobre su trabajo y sobre la vida en la ciudad.

    —Me fijé en ese hombre hace algún tiempo, en el compañero de trabajo del que te hablé, pero no sé, creo que no es el tipo de persona que yo me esperaba —dijo Eva.

    —¿Es poca cosa…? —dijo Casandra, con la mirada atenta a sus cabras para vigilar que estaban bien.

    —No, no, él es todo un triunfador, pero su actitud es demasiado superficial, creo que me hice una idea equivocada sobre el tipo de persona que… ¿Me estás escuchando?

    —¿Eh? Ah, sí, perdón.

    —Cassie, cada vez te veo más apagada y me escuchas peor.

    —Lo siento.

    —No parece que te interese lo más mínimo lo que digo —dijo Eva mientras se levantaba—. ¿Seguro que quieres que te hable de mis cosas?

    —Perdona, hoy las cabras están un poco revolucionadas… Dame un momento, por favor —dijo Casandra, dirigiéndose hacia sus amigas monteras.

    —Claro… Tómate tu tiempo, yo me voy a ir ya.

    —¿Ya te vas? —dijo Casandra mirando el reloj—. Pero si no te ibas hasta dentro de unos cuarenta minutos, ¿no?

    —Otro día intentaré estar más rato. Lo siento Cassie, nos vemos.

    Eso es lo que ocurría últimamente. Eva cada vez parecía más ocupada, o más cansada, de soportar el trámite de ir a visitar a su amiga del monte. La amiga que no contestaba ni tampoco escuchaba.

    Si Casandra perdía también a Eva, ya solo le quedarían sus padres y sus cabras.

    ¿Por qué el cuerno de la prosperidad lo hacía florecer todo a su alrededor menos a ella?

    Algunas veces se resignaba y seguía trabajando, en ocasiones, culpando a los demás, diciéndose que sus padres no la dejaban salir de ahí, y que sus amigos la abandonaban. Pero esta vez fue algo diferente. Cuando se sentía algo mal, y siempre que tenía momentos de descanso, solía ponerse música relajante para meditar y dedicar unos momentos a reflexionar sobre cosas que le iban pasando, normalmente sin llegar a una conclusión clara, pues se sentía torpe para esta clase de cosas. Pero esta vez sí que había encontrado algo por lo que sentirse culpable: su actitud con su amiga Eva.

    Pese a que lo tenía en mente, no se podía decir que Casandra fuese demasiado buena encontrando soluciones. Su eficacia con el trabajo estaba completamente desproporcionada con respecto a su eficacia en las relaciones personales y en entender cómo se sentían los demás ante sus palabras y sus acciones. Como ella no pedía demasiado de los demás, ella tampoco parecía tener en cuenta lo que los demás pedían de ella, porque de todas formas… ¿Dónde estaban los demás? Ya hacía mucho tiempo que casi nadie aparecía, así que poco importaba.

    Un día, mientras iba por el monte con sus cabras, un pastor vecino al que solo conocía de vista se acercó, y dijo una cosa de forma clara y concisa mirando de frente a Casandra.

    “Esas cabras no son felices.”

     Casandra, al escuchar esa frase, no pudo comprenderla y se lo tomó como el comentario de alguien que no tenía ni idea. Pero no fue nada fácil quitarse una declaración así de la cabeza. ¿De verdad sus cabras no eran felices?

    Esa misma noche, cansada por una dura jornada de trabajo que se le hizo algo más larga de lo habitual, se tumbó en la cama de su habitación y estiró el brazo para buscar entre los cajones de su mesita de noche algunas fotos que tenía archivadas en una carpeta que guardaba desde los tiempos de su colegio. En ella podía ver fotos con su grupo de amigos donde ella salía sonriendo de una forma inusual, de una manera libre y viva, que quedaba ya muy lejos en el pasado. Veía a los demás sonreír de la misma manera, y ninguno sonreía igual en la actualidad cuando se encontraban.

    Fue la imagen de esos recuerdos la que plantó en Casandra un pensamiento que se volvió cada vez más recurrente y atormentante… ¿Cómo podía recuperar esas sonrisas?

    Día a día, mientras seguía trabajando con brillante eficacia y diligencia, no paraba de repetirse las dos frases que más le atormentaban en ese momento. ¿Cómo podía recuperar esas sonrisas? ¿Por qué dijo el pastor que las cabras no eran felices? ¿Cómo podía recuperar esas sonrisas? ¿Por qué dijo el pastor que las cabras no eran felices? Así una, y otra, y otra, y otra vez.

    Durante el día, miraba con mucha atención a las cabras para ver si encontraba alguna respuesta. Por la noche, volvía a mirar la carpeta con las fotos en busca de posibles respuestas. Las fotos más recientes eran con Eva, de días que vino a visitarla hace muy pocos años. Extendió sobre la cama todas las fotos de Eva en un orden más o menos cronológico y, al hacerlo, confirmó sus pensamientos, pues cuanto más pasaba el tiempo, menos real era la sonrisa de su amiga.

    Buscando y buscando, vio en dos de las fotos algo que había olvidado por completo. Su pasión desde bien pequeñita. Algo que, sin duda, haría muy feliz a la gente. Casandra hacía pasteles, algunos con recetas de su madre y su abuela, otros con recetas propias que, en caso de existir, ella no conoció jamás.

    Se levantó corriendo de la cama y sacó todas las cosas de su armario, pues en lo más hondo se encontraban algunas bolsas de basura llenas de libros, libretas y hojas de hace mucho tiempo, y que hacía años que no había vuelto a mirar. Al sacar todo eso, encontró toda clase de libros de recetas pasteleras que pertenecían a su difunta abuela. Encontró también toda clase de hojas y libretas llenas de algunas de las recetas de esos libros con pequeños cambios añadidos por la propia Casandra cuando era pequeña, y en una de las libretas, el título que se encontraba en la primera era página era “Recetas propias de la pastelera Cassie.” En esa libreta también se encontraba una foto de ella con once años preparando un pastel. Su madre hizo esa foto, pero la había olvidado. La sonrisa de Casandra en esa foto era mucho más viva y real que cualquier otra sonrisa que haya podido ver en los últimos cinco, ocho o incluso diez años.

    Esa noche, Casandra no pudo pegar ojo en un buen puñado de horas, pues, como si hubiese abierto una puerta por mucho tiempo cerrada, todo un torrente de ideas que no podían salir a la luz empezaron a desbordarse en su cabeza, imaginando los ingredientes en el aire y uniéndose en forma de pasteles, como si los diseñase en ese momento a toda velocidad, mientras se decía cosas como “esto pegaría muchísimo con esto otro”, “estos dos ingredientes no pueden ir juntos de esta manera, pero puedo conseguir que coincidan si hago que de uno solo quede el aroma por la parte inferior del pastel”, “si no lo pruebo, no sabré si esta combinación sabe tan bien como me imagino”.

    Al día siguiente, Casandra cogió el teléfono y llamó a Eva explicándole que comprendía que el otro día se fue por su culpa y que quería que viniese ese mismo fin de semana para charlar y para darle un pequeño detalle que seguramente le gustaría.

    Eva aceptó, sorprendida por la actitud de su amiga, y a los dos días apareció de nuevo en el monte.

    Tras un rato esperando en las sillas del jardín, Casandra salió de su casa y puso en la mesa, frente a Eva, un pastel con una pinta deliciosa sin previo aviso.

    —¡Hala! ¿Qué es esto?

    —Un pastel.

    —Eso ya lo veo… Pero Cassie, ¿y esto? ¿Cómo es que te ha dado por hacerme un pastel? ¿Celebramos algo?

    —Mira esto —Casandra sacó del bolsillo de su delantal las fotos de su infancia donde salían sus pasteles—. ¿Te acuerdas de que yo solía haceros pasteles?

    —A ver… —Eva miró fijamente las fotos, esforzándose en recordar—. ¡Es verdad! ¡Pero si tú eras la de los pasteles! Dios, Cassie, ¿pero cuánto tiempo hace ya que no me haces uno de estos? ¿Te puedes creer que a veces me acuerdo de los pasteles, pero que no me acordaba de quién los hacía? ¡Me acabas de alegrar la vida!

    —No corramos tanto… —dijo Casandra, sonrojada—. ¿Lo probamos a ver si me ha quedado bien?

    —¡Pues claro!

    Las dos amigas probaron el pastel. Casandra lo encontró más o menos como ella esperaba, porque podía ver con mucha claridad si algo le saldría bien incluso antes de ponerlo a prueba. Aunque tenía esa habilidad, no se la creía mucho, y siempre desconfiaba de su propio criterio hasta demostrarlo de forma empírica, pese a los buenos resultados que daba siempre. Eva, por su parte, fue probarlo y se le iluminaron los ojos. Como si de un viaje en el tiempo se tratase, Eva viajó a su infancia mediante el sentido del gusto, recordando cosas que hacía mucho tiempo que había olvidado, y volviendo a sentirse niña otra vez.

    —¡Cassie! Que… ¡No sé qué decir!

    —¿No…? —dijo Casandra, tímida.

    —Dicen que cuando una cosa te gusta mucho siendo niña, la idealizas tanto que al probarla de mayor ya no te gusta tanto… ¡Pero estoy segura de que este pastel es igual o mejor que como lo recordaba!

    —¿En serio? —dijo Casandra, también con los ojos iluminados y una sonrisa muy poco común en ella.

    —¡Sí, te lo juro! ¿De qué es? No identifico el sabor.

    —No es un fruto muy común por estas tierras, pero un vecino las trae de sus terrenos en Francia. El elemento principal del pastel es la grosella negra, o cassis. Es… Una frutita ácida muy utilizada en repostería, además de para otros sectores como son la medicina o las bebidas alcohólicas. Lleva su trabajo rebajar su acidez para un pastel tan dulce sin que pierda el sabor de la fruta, pero creo que lo he conseguido.

    —No había oído hablar de ella, pero es un pastel increíble… Me da igual ponerme como una vaca, quiero más de este pastel siempre que venga a verte. ¿Tiene algo más que sea especial?

    —Bueno, la nata es una variedad de nata hecha por mí a partir de leche de cabra. Mi madre dice que solo me sale tan bien a mí, que ella nunca había probado algo así.

    —Es increíble… ¡Tienes un talento enorme para esto!

    —Gracias… —dijo una tímida y sonrojada Casandra, alegre por sus buenos resultados con el pastel y dejando escapar una torpe y silenciosa risa.

    Las dos amigas, mientras comían el pastel de cassis que preparó Casandra, charlaron con una fluidez que hacía tiempo que no tenían. Eva habló más que nunca sobre el hombre al que conoció en su trabajo y por el que no sabía si sentía algo, y que sorprendió a Eva hace poco, haciéndole pensar que tal vez era alguien mucho menos superficial y frío de lo que ella pensaba. Casandra, por su parte, le contaba a Eva sobre sus inquietudes, sus pensamientos, ideas para recetas, el comentario extraño del pastor sobre la felicidad de sus cabras… En definitiva, una conversación activa por parte de las dos chicas que terminó en algo que Casandra ansiaba ver, que es una sonrisa sincera y libre por parte de Eva al marcharse.

    —¡Eva, espera! —dijo Casandra justo antes de que Eva entrase en su coche.

    —¿Qué pasa?

    —¿Podemos hacernos una foto?

    —Anda, recuerdo que era yo la que te solía proponer lo de las fotos, pero veía tu cara al pedírtelo y no parecías muy cómoda con eso, así que dejé de insistir.

    —No te preocupes, quiero hacerme una foto ahora, las dos juntas, por favor.

    —¡De acuerdo, de acuerdo! Dicho y hecho —Eva sacó la cámara—. ¿Preparada?

    —No te olvides de sonreír —dijo Casandra justo antes de ponerse en posición.

    Eva tomó la foto, dio un abrazo a su amiga y se marchó, mucho más contenta que como se había marchado muchas de las más recientes veces que hizo esta clase de visitas.

    Unos días después, Casandra recibió una llamada de Eva.

    —Oye Cassie, sé que no eres muy de estas cosas, pero vamos a hacer una reunión de antiguos alumnos dentro de dos semanas en una taberna a los pies del monte. ¡Irá casi todo el grupo!

    Casandra no era muy de esa clase de reuniones. De hecho, tenía bastante pánico a las multitudes, y era incapaz de levantar demasiado la voz. Sin embargo, esta vez sintió que tenía algo que ofrecer, así que aceptó la invitación con ganas y esperó ansiosa a que llegara el día.

    En la taberna, después de comer, todos estaban avisados de que tenían que dejar sitio para el postre, pero no les habían dicho el motivo, solo que sería gratis y que les gustaría. Intrigados, todos terminaron de comer dejando lugar para el buen postre que Eva les prometió que tendrían, y esperando a que fuese ella quien les entregase dicha sorpresa, se encontraron con Casandra llevando a la mesa sus pasteles. Alguna de sus amigas sí recordaba que Casandra tenía mucha habilidad para la repostería, y se levantó de golpe de la silla recordando toda clase de anécdotas sobre los tiempos en que su amiga Cassie les hacía pasteles que encantaban a todo el mundo.

    Uno a uno, cada viejo amigo de la escuela empezó a recordar los pasteles de su amiga y los momentos que vivieron en aquellos tiempos, y la conversación se volvió muchísimo más animada de lo que fue durante los primeros platos, donde todos hablaban solo de sus trabajos y de temas aburridos que solo sacaban para cumplir y por ver quién era más maduro y había crecido mejor. En los postres fue donde hablaban de cosas divertidas, de la infancia, y de sus pensamientos más absurdos, capaces de hacer reír a todo el grupo.

    Casandra volvió al monte con sus cabras, sonriente, pues había descubierto, ya al llegar arriba, que le dolía la cara de tanto sonreír. Lo mejor es que ni se había dado cuenta de que llevaba todo el camino sonriendo sin motivo.

    Se acercó a sus cabras, las miró y, de repente, notó la diferencia entre las cabras de ahora, y las cabras de hace unos días. ¿Estaban más felices? ¿Cómo podían las cabras monteras expresarse de una manera tan clara?

    Casandra miró a su alrededor y las cabras no eran lo único. Los árboles estaban más felices, el suelo estaba más feliz, el cielo estaba más feliz. Era una sensación distinta, se sentía feliz, pero, a su vez, desarrolló un miedo ante los nuevos pensamientos que empezaban a brotar en su cabeza. No se quitaba una idea de la mente… Una idea que le parecía loca e imposible. Una idea que tenía que cotejar con alguien antes de llevarla a cabo, así que llamó por teléfono a su amiga Eva.

    —Eva, tengo en mi cabeza una idea muy extraña…

    —Te escucho. ¡No me asustes, Cassie!

    —Crees que si bajo a la ciudad… ¿Podría dedicarme a la repostería?

    —¡Cassie! Si tú no me lo hubieses dicho, hubiese sido yo la que te diese la idea tarde o temprano. El talento que tú tienes con eso no lo había visto en la vida, de verdad. De verdad, es que estoy segura de que te tiene que ir bien. ¡Yo te puedo ayudar a empezar si quieres! Si es problema de no saber cómo se monta un negocio, o si es un tema de dinero…

    —Pero, Eva… ¿Cómo se lo digo a mis padres? Ellos me necesitan. Ellos no quieren que salga de aquí…

    —Háblalo con ellos. Si no te atreves yo iré contigo, pero de verdad, tienes que intentarlo.

    —De acuerdo… Vale, sí. ¡Lo haré! ¡Muchas gracias!

    Casandra colgó el teléfono y se dirigió rápidamente a hablar con sus padres, con miedo de la respuesta negativa que pudiesen tener.

    Antes de empezar la conversación, ya se preparó para defenderse de todas las negativas. También se preparó para asimilar que no podía hacerles esto. Asimilar que tenía que agachar la cabeza y seguir siendo la prosperidad que su familia necesitaba. Pero lejos de parecerse ni un poco a lo que había esperado de ellos, se encontró con una frase que no se esperaba en absoluto.

    —Por fin nos lo pides, hija —dijo su padre.

    Por lo visto, de tanto repetirse a sí misma que sus padres no la dejaban marchar, se lo terminó creyendo, sin saber que eso solo fue una idea suya que surgió de ninguna parte. Sus padres estaban preocupados por ella, porque era incapaz de salir del monte. Porque era incapaz de crecer, y porque no se comunicaba con ellos.

    Casandra no entendía nada, y por eso insistió un poco más.

    —Pero… ¿Y qué pasa con la prosperidad de nuestras tierras? Vosotros no podéis encargaros de todo…

    —Cassie, hija… —dijo su madre, levantándose del sillón mientras se apoyaba en su bastón—. Eres como el cuerno de Amaltea, siempre te lo hemos dicho. Pero tantos años de prosperidad ya nos han dado suficientes recursos como para vivir cómodamente y sin ningún problema en esta humilde familia, todo gracias a ti, a tu trabajo y a tu buena estrella. 

    —Pero entonces…

    —Casandra —interrumpió su padre—. Lo que te queremos decir es que no tenemos problemas en contratar a una o dos personas que hagan tu trabajo… ¡Incluso tres! ¡Porque para suplir el buen trabajo que ha hecho mi niña se necesita a mucha gente!

    —Nos lo podemos permitir, hija —dijo su madre—. No te preocupes y ve a la ciudad. Eva seguro que te ayudará con lo que sea, y tú tienes talento de sobra para dedicarte a lo que te quieres dedicar. Además, con todo lo que has trabajo aquí, tienes dinero de sobras para montar el negocio que tú quieras, ¿no? —dijo, guiñándole un ojo a su hija.

    Sin poder contenerse las ganas de llorar, Casandra abrazó a sus padres y les prometió que vendría cada semana a verlos y a ayudar.

    Durante unos días, lo preparó todo, y le hizo mil preguntas a Eva para saber cómo podría proceder. También pasó mucho más tiempo con sus padres y se comunicó mucho más y mejor con ellos. Los dos quedaron alucinados con los pasteles.

    El día que se marchó, Casandra se despidió de sus padres y de sus cabras. Dio algunas instrucciones a las personas que habían contratado para ocupar su trabajo, y se marchó monte abajo.

    Justo antes de llegar a la primera carretera por donde podría coger un autobús, se encontró con el pastor.

    —¡Señor! Muchas gracias por su advertencia. Sin usted no me hubiese dado cuenta de lo que pasaba.

    —Es una pastelería, ¿verdad? El negocio que montarás.

    —Oh, sí… Puede que primero tome un curso de repostería, pero después me lanzaré a ello. ¿Cómo lo sabe usted?

    —Pues porque yo hace algunos años probé tus pasteles, pequeña, y juro por lo más grande que nunca los he podido olvidar.

    —¿En serio? Vaya, no sabía nada. ¡Haberlo dicho! En cuanto vuelva por aquí, que será muy pronto, le haré un pastel para usted.

    —Muchas gracias niña, estaré muy agradecido. Oye, ¿y cómo se va a llamar la pastelería que vas a montar?

    —Tengo un nombre en mente, pero ya lo confirmaré cuando llegue el momento. Tendrá noticias mías, ya lo verá. ¡Nos vemos!

 

    El pastor vio como Casandra se alejaba, y se puso a sonreír, con la misma alegría que las cabras, los árboles, el suelo y el cielo que rodeaba a la joven pastelera.

    La vida en la ciudad no sería fácil, pues el cuerno de la prosperidad hasta ahora solo había funcionado en el monte, en su entorno, en la pequeña parcela de mundo que ella conocía. Pensó que, si realmente su buena estrella seguía siendo igual de fuerte en la ciudad, no podría renunciar al cuerno de Amaltea, y tendría que pregonarlo con orgullo en su nuevo negocio.

    Los inicios fueron difíciles. Cursos, problemas para encontrar un pequeño lugar en el que quedarse, normas sociales que no comprendía, charlas con personas que podían ayudar con una pequeña inversión, consejos de publicidad…

    Dos años después, la pastelería de Casandra se inauguró, con todos los amigos y familiares que alguna vez habían probado los deliciosos pasteles de la joven chica del monte. El símbolo del cuerno de Amaltea, adornado con frutos de cassis, era la seña de identidad de su pastelería. Casandra dio la bienvenida a sus clientes y se preparó para iniciar su nueva vida.

    —Bienvenidos a Dulce prosperidad. ¿Qué desean? 


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