
Ninguno de ellos es capaz de entenderme.
Esas eran las palabras que, una y otra vez, Adrián se repetía mientras preparaba algunas cosas en una bolsa. Su hermano pequeño de once años, solo cinco menor que él, se encontraba mirando con miedo mientras Adrián preparaba todo lo necesario para marcharse de casa.
—Entonces, ¿vendrás o no?
El pequeño Tomás asintió, sin tener claro el porqué, pues el problema no iba con él.
Lo cierto es que Adrián y Tomás no eran capaces de separarse. El mayor porque sentía que el único que no le hacía sentir incomprendido, inferior y nervioso era su hermano pequeño. El menor, porque ya que sus padres solían estar muy ocupados todo el tiempo, era con su hermano con quien más tiempo pasaba.
En mitad de la noche, bajo un cielo algo menos estrellado que lo habitual por aquellas montañas, Adrián y Tomás salieron de casa a escondidas.
—¿No crees que se enfadarán mucho? —preguntó el pequeño mirando una y otra vez hacia su casa conforme se alejaban.
—Tal vez así abran los ojos —contestó el mayor con la mirada al frente.
Adrián era un chico que vivía en una familia normal y, durante sus primeros trece años, se podía decir que vivió una vida decente en una familia de clase media, cuidando de su hermano y con suficiente atención de sus padres. Fue pasados los catorce cuando Adrián se cuestionó su propia felicidad. Lo que menos soportaba era sentirse incomprendido por gente que clamaba conocerle mejor que nadie. Daban por hecho que entendían sus pensamientos, prejuzgaban sus frases y se creían dueños de la verdad incluso cuando demostraban no saber de qué estaban hablando. Para el joven Adrián, esa actitud por parte de sus progenitores no pudo llegar en peor momento, pues el chico sentía que conforme crecía, sus ideas se volvían más complejas, difíciles y tortuosas. Había que sentarse y dedicarle paciencia para comprenderle, algo que sus padres no estaban dispuestos a hacer así como así.
Año tras año, Adrián se encontraba buscándose a sí mismo, pero no hubo manera. Cada mes que pasaba era peor que el anterior, una constante etapa de cambio con la que no sabía cómo lidiar, y ante la cual se sentía abandonado.
Ahora caminaba lejos de su casa con su hermano pequeño y sin un plan definido. No es algo que premeditase. Explotó, sin más.
Adrián estaba seguro de que, pasados unos años, a su hermano pequeño le pasaría algo similar. Por eso sería él mismo quien tomaría las riendas e iría en busca de una libertad que les permitiría dar un auténtico golpe sobre la mesa y hacer que sus padres vieran su brillo y comprendieran que para entenderles se necesitaba muchísimo más que oír sin escuchar.
—Brillaré como Hamal —susurró para sus adentros el hermano mayor, sin que el pequeño reparase en esa frase.
Caminaron toda la noche sin un rumbo fijo. Para el pequeño, todo era miedo y confusión. Para el mayor, arrepentimiento que no podría admitir a causa de su orgullo.
Pese a que ya era casi de día, los chicos no habían llegado a dormir en ningún momento, así que hicieron una parada en el claro de un bosque agradable y tranquilo.
Adrián miraba las estrellas con mucha atención, mientras que Tomás estaba intentando hacer lo posible para dormir y contener las lágrimas. Su hermano mayor era incapaz de ver lo que estaba pasando, pues no podía mirar atrás, donde le esperaba el arrepentimiento, o a su lado, donde se enfrentaría al horror que supondría aceptar que pudo haber destrozado la vida de su hermano. Solo tenía ojos para mirar adelante, y también hacia arriba, donde le guiarían las estrellas.
“Se sentirá mejor si le hablo de las estrellas”. Esa es la mentira que se dijo Adrián para calmar a su hermano Tomás.
—¿Sabes reconocer constelaciones, Tomás?
—No... —el pequeño todavía tenía dificultades para articular palabra.
—Yo tampoco. Pero sí veo algo –esperó a que su hermano mirase también hacia el cielo—. Veo que unas estrellas son más brillantes que otras. Veo que algunas constelaciones brillan con mucha más fuerza, pero que, a su vez, dentro de las propias constelaciones, unas estrellas siempre serán más brillantes y fuertes que otras.
—¿Conoces alguna estrella que brille más que el resto? —dijo el pequeño.
—Que brille más que el resto, no… Pero sí que conozco una estrella brillante que reluce entre los suyos con fuerza —Adrián miró a su hermano con una sonrisa—. Es la estrella de Hamal. Entre todas las constelaciones que hay reconocidas, hay doce que siempre serán consideradas las que están en la cima. Las más famosas. ¿Sabes a cuáles me refiero?
—Si son doce… Te refieres al horóscopo, ¿no? A los doce signos del zodiaco.
—¡Exacto! —dijo Adrián dando una palmada a su hermano—. De entre todos ellos, hay uno que es considerado el primero de la lista, no sé en qué se podría considerar el primero, no sé cómo se mide… Pero sé que, si uno de los doce está en cabeza, frente al resto, liderando, ese es Aries, el carnero blanco.
—¿Y qué es la estrella Hamal de la que hablabas?
—Aries, pese a ser una de las doce constelaciones principales, se considera una de las menos brillantes —Adrián se incorporó para focalizar mejor su voz hacia su hermano—. La mitología habla de dos niños que se fueron de su hogar y emprendieron un largo viaje hasta el reino de Cólquida, guiados por un majestuoso carnero de vellocino dorado. El carnero fue muy bueno, y por eso incluso habiendo llegado al final con ellos, se sacrificó una última vez para satisfacer los deseos del rey de esas tierras, que había acogido al chico que llegó con el carnero. Zeus, en agradecimiento por la bondad de dicho carnero, dejó que viviera en el cielo estrellado como la constelación de Aries… Pero su vellocino dorado se quedó en Cólquida, y por eso Aries no brilla todo lo que podría brillar.
Tomás escuchaba con asombro la historia, sin perderse palabra. Adrián intentó explicarla lo más bonita que pudo a su hermano, pero aquella historia era injusta para él. Se cometió una injusticia con el carnero. ¿Por qué el niño podía llegar hasta el final y él no? ¿Por qué se quedaron con su oro? ¿Qué premio es enviarte al cielo si no puedes brillar porque te han arrebatado lo último que poseías?
Después de perderse un poco en sus pensamientos, prosiguió.
—Si me preguntasen a mí, diría que, si Aries no brilla tanto, no fue porque el vellocino se quedase en el reino. No. Si me preguntan a mí… Diría que es porque ante un sacrificio tan injusto ante un animal tan noble, jamás podrá brillar con fuerza la constelación que resultase de semejante historia.
—Pobre carnero… Es una historia triste… —Tomás se volvió a recostar.
—Pero Tomás, pese a que Aries no brillará tanto como muchas otras, si solo mirásemos las estrellas de Aries, por supuesto que una de ellas tendría que brillar, o por lo menos intentarlo, por encima de todas las demás. Esa es Hamal, la estrella más brillante de una constelación con el brillo apagado por su historia. Por mucho que todo en tu alrededor esté apagado… Siempre tienes que ser el que más brille, porque si no lo eres, si no eres capaz de hacerte notar, de brillar… Te apagarás poco a poco junto a todos ellos. Hamal nunca se apagará más que el resto de estrellas de Aries. Y yo tampoco…
Tomás por fin se durmió y, una vez que Adrián se aseguró de ello, pudo mirar hacia el lado contrario y, bajito, como si el cielo pudiese escucharle si gritaba, llorar un poco, lo justo y necesario. Él tenía que seguir siendo la figura del líder para su hermano, por eso no iba a permitir que lo viera. Por eso tenía que encontrar el momento adecuado para llorar. Porque seguir adelante sin pararte a llorar ni una sola vez… Eso apagaría el brillo incluso al más válido de los líderes. Así pensaba Adrián.
Por la mañana retomaron el viaje siguiendo su camino hacia ninguna parte. Tal vez su camino hacia dar un golpe en la mesa, hacia dar un mensaje, o simplemente una huida que Adrián no podría entender ni admitir que le quedaba tan grande.
Lamentablemente para los dos, los efectos del cansancio y del hambre eran cada vez más y más terribles, y el pequeño Tomás no tardó en empezar a flaquear por completo y caer al suelo. Adrián procuró llevarlo de algún modo a la casa más cercana, pero no era lo suficientemente fuerte, y eso unido a su cansancio terminó en una caída. Perdieron el conocimiento.
Adrián fue el primero en despertar. Antes que reparar en que se encontraba en un lugar extraño, lo primero que hizo fue asegurarse de que su hermano se encontraba a salvo. Una vez pudo confirmar que Tomás estaba en una cama durmiendo con el rostro tranquilo, pudo respirar y, tras unos momentos de silencio con los ojos cerrados, ponerse a mirar con calma el lugar en el que se encontraban los dos hermanos.
La habitación era modesta, de una pared algo deteriorada, pero sin dar sensación de derrumbamiento. Muebles de madera, algunos tal vez hechos a mano, y algunos cuadros colgando sin ningún tema en común entre unos y otros. Ellos estaban tumbados sobre dos camas que, pese a su aparente estado de antigüedad, parecían bastante resistentes.
Adrián salió de la habitación y encontró que conectaba con un establo. Todo lo que vio allí fueron caballos, vacas y gallinas. De esas tres especies había grandes cantidades, solo eran esas tres… Salvo una cuarta especie que no contaba con ningún otro ejemplar. Uno solo.
Se trataba de un carnero blanco, un carnero que no encajaba nada en ese entorno, que se veía perdido y fuera de lugar.
Adrián miró al carnero blanco a los ojos sin preguntarse nada más sobre su entorno ni las personas que les habían recogido.
—Te llamarás Hamal… ¿A que sí?
El carnero Hamal y Adrián se miraban. Para Adrián, ese carnero no miraba solo por curiosidad, ni al azar. Ese carnero miraba directamente a los ojos del chico porque se sentía identificado. Hamal no podía hablar, por supuesto, pero por su mirada, Adrián no podía evitar ver en su cabeza imágenes, letras, conceptos y mensajes que ese carnero intentaba transmitirle mediante la mirada.
Soy el único de mi especie, y eso me hace sentir solo. Nadie me entenderá aquí. Debo resignarme.
¿Ese carnero era como Adrián? Esa pregunta llevó a otra: ¿de verdad un chico de dieciséis años podía sentirse de esta manera solo por no comprenderse con su familia?
Tanto si era cierto como si no, ahí estaba, lejos de su casa, con su hermano pequeño, en un establo propiedad de alguien a quien todavía ni conocía, sin poder ubicarse en el tiempo por la ausencia de relojes y mirando durante varios minutos los ojos de un carnero al que acababa de encontrar.
Por fin alguien encontró a Adrián, que seguía inmerso en la comunicación visual y espiritual con su nuevo amigo Hamal.
—Perdona, chico. ¿Estás bien?
Adrián casi da un salto del susto, pues no esperaba que una voz tan profunda apareciese de la nada a su espalda en ese preciso instante. Aunque por supuesto, esperaba que alguien terminase por preguntarse qué hacía Adrián ahí con su hermano.
—¡Perdón! ¿Es usted quien nos ha recogido?
—Bueno, yo ayudé, desde luego, aunque no fui el único —dijo el señor de voz profunda soltando una pequeña e imperceptible risa.
—¿Perdón?
—No importa eso ahora. Lo importante es que tanto tú como el pequeño os encontráis en buen estado, ¿cierto?
—Sí…
—¿Queda muy lejos tu casa, chico?
Adrián miró al suelo sin saber cuál era la mejor manera de afrontar esa pregunta.
—No me dirijo a mi casa —dijo por fin.
—¿Entonces?
—Estoy muy agradecido por la ayuda, señor, pero esto es cosa mía y de mi hermano. Si no le importa, nos vamos a marchar.
Adrián se encaminó a la habitación donde estaban Tomás y sus cosas, pero el señor de la voz profunda intentó pararle con educación.
—Chico… Creo que cometes un gran error escapándote de casa de esta manera… —dijo mirando con lástima a Adrián.
—¿Qué has dicho? —Adrián apartó al hombre—. No sabes nada de nosotros, no sabes por qué lo hacemos. ¿No he dicho que es cosa nuestra? ¡Pues yo tomo toda la responsabilidad, yo y solo yo, nadie más!
El hombre se apartó poco a poco y, mirando al suelo, dejó que Adrián siguiese su camino.
Adrián despertó a Tomás y le dijo de irse sin perder ni un segundo más. Justo antes de partir, pasando por el establo, donde se encontraba la única salida al exterior que Adrián había alcanzado a ver, el señor les paró a los dos y les ofreció para el camino un paquete de galletas, un bocadillo de jamón y queso a cada uno, unas magdalenas y unas botellas de leche fresca. Tomás se sintió muy agradecido. Adrián, por su parte, solo dijo gracias en voz baja, no por timidez, no por arrepentimiento, sino porque en ese momento, seguía sin poderle quitar ojo al carnero Hamal. Una despedida en la que no dejaron de hablarse con los ojos hasta el final.
¿Estaba loco por creer que se podía comunicar con un carnero? Era muy probable, pero en ese momento había pocos consuelos que le quedasen a Adrián. Eso, y el saber que tenía que proteger a su hermano pequeño a cualquier precio.
Tras un camino un poco duro por encima del puente de un lago, no exento de sustos que implicaban caídas peligrosas para Tomás, al fin vieron a lo lejos una ciudad que llamó su atención.
—¿Qué haremos en esa ciudad…? —preguntó el pequeño sujetándose de la ropa de su hermano mayor.
—Tú sígueme a mí. Vamos a buscar comida, trabajo, cualquier cosa que nos pueda mantener por nuestra cuenta.
No eran conscientes, pero aquello no podía ser un buen plan. Al ofrecerse a buscar trabajo, los adultos que hablaban con ellos no los tomaban en serio. Pensaban que eran parte de algún tipo de truco de gente que les robaría, o sencillamente les decían que volviesen con sus padres, sin darle más importancia. Alguna persona les dijo de acompañarlos a comisaria, lo que llevó a los dos niños a salir corriendo.
En los barrios más bajos las respuestas eran diferentes. Era más común escuchar burlas, como que con dos mequetrefes así no podrían sacar provecho de nada. Para el orgullo de Adrián eso fue un puñetazo en el estómago. Era comprensible que el pequeño Tomás no fuese adecuado para la gran mayoría de trabajos, ¿pero él? ¿Cómo podía pasar eso? Él no era un chico tan débil como decían. Él era fuerte, decidido, con capacidad de guiarlos a todos. Pero por desgracia para él, o no eran capaces de verlo… O en la vida real todo era diferente a cómo se vio hasta ahora.
Pensó que ese podía ser uno de sus problemas. Que tal vez el mundo real podía superar todas sus ideas, esas que fue forjando poco a poco en su cabeza sobre sí mismo, sobre sus virtudes y limitaciones, sobre el exterior, sobre la vida… Ideas que nunca comentó con sus padres, pues sin duda no las podrían comprender ni le podrían dar una opinión satisfactoria. Él era su propio guía.
Para cuando Adrián se quiso dar cuenta, Tomás había desaparecido.
—¡Tomás! Maldita sea… ¡Tomás! —Adrián empezó a sudar, miró de un lado a otro, respirando cada vez peor, corriendo a las esquinas de las calles para ver si daba con él—. ¡Tomás!
Para cuando el miedo se apoderó por completo del chico, encontró a su hermano menor al final de una calle, con una bolsa y mirando con expresión culpable a su hermano mayor.
—¡Tú! ¿Cómo se te ocurre separarte de mí sin decirme nada? —le gritó—. ¿Qué edad tienes? No me creo que con once no seas ni un poquito consciente de lo que acabas de hacer ¡Estamos tú y yo solos en un lugar extraño! ¿Entiendes?
Tomás, sin decir nada, mostró a su hermano lo que traía en la mano. Era una bolsa con algo de comida que, según Tomás, consiguió de alguien generoso que comprendió su situación.
Mientras se sentaron a comer, Adrián sentía que ardía por dentro. Habían hecho un viaje absurdo por su culpa, estaban en mitad de ninguna parte, sin rumbo fijo, sin saber qué es lo que les pasaría en adelante, y fue justo su hermano pequeño el que aportó algo positivo a una situación desesperada. Adrián se sentía un completo inútil, alguien incapaz de cuidar de su hermano, de llevar una situación peligrosa o de tomar una decisión acertada.
Pese a que no lo quería admitir en voz alta, Adrián se movía expresamente por las zonas más céntricas del lugar, pues si sus padres les estaban buscando, sería en esta ciudad donde mirarían, por ser la ciudad grande más cercana a su casa, y sería en las calles principales donde primero buscaría cualquier persona que se enterase de la desaparición.
Para su desgracia, sus padres no aparecían, por más que los buscaba con la mirada. ¿No sabían cómo buscar, o no querían saber nada de sus hijos desaparecidos?
Durante las horas que pasaron en aquel lugar, Adrián pasó la mayor parte del tiempo sentado en el banco de una calle que daba a una casa con jardín. Era una casa que, sin muchos alardes, era bonita, humilde y en la cual se respiraba una atmósfera de paz y unión familiar idílica.
En el jardín, durante cierta hora del día, se podía ver a los cuatro miembros de la familia jugar juntos y felices.
Lo curioso era que, pese a ser una familia que desprendía un aura distinta a la suya propia, al mismo tiempo eran muy similares.
Había un padre alto, en apariencia trabajador, que gastaba bromas y desafiaba a sus hijos a juegos y acertijos. Había una madre divertida, más bajita, que procuraba que no se hicieran daño, pero que no podía resistir unirse a los juegos cuando los niños se divertían mucho. Había dos niños, de edades no tan alejadas de las mismas que tienen Adrián y Tomás, tal vez uno o dos años menores. Desde luego que eran felices, eso no se podía dudar de ninguna manera.
¿Cuál era el auténtico problema que perseguía entonces a la familia de Adrián? Eran personas muy similares las que se podían encontrar en ambos lados. ¿Podía ser que el padre o la madre de Adrián fuesen tan distintos a esa familia idílica?
Adrián observaba con la misma veneración con la que miraba a los ojos al carnero Hamal. Pudo ver las similitudes y las diferencias, pero todo cobró un significado distinto al ver la actitud del hermano mayor. Teniendo edades similares, el chico de aquella casa sabía divertirse como un niño, no tenía reparos en hacer cosas infantiles o en dejarse llevar. Ponía de su parte para que los juegos fuesen todavía más divertidos. La expresión relajada de su cara es lo que más llamó la atención de Adrián.
—¿Yo sé poner esa cara?
Se lo preguntó una y otra vez.
—¿Soy yo el problema? —se preguntó—. Y si soy yo, ¿por qué me estoy marchando de casa? ¿A dónde creo que voy? —después miró de reojo a su hermano, que seguía mirando al suelo con los ojos tristes, pero haciéndose el fuerte, tal y como su hermano le había repetido una y otra vez.
—¿Qué estoy haciendo…?
Aguantando una vez más las ganas de romper a llorar, sujetó a Tomás de la mano y comenzó a caminar hasta la salida de la ciudad.
—Nos vamos a casa.
Es lo único que dijo. Para Tomás, esa frase fue suficiente.
Tras recorrer el camino de vuelta, el cansancio y la noche llegaron a su punto más álgido a tiempo para pedir ayuda en casa del granjero. En el hogar del carnero Hamal.
Sin poner ningún problema y con el rostro aliviado, el granjero de la voz profunda les preparó la habitación y algo para comer. Tomás no tardó ni dos minutos en dormirse, pero Adrián no era capaz. Sus pensamientos y su culpa no se lo permitían. Al final, pasó buena parte de la noche en el establo, mirando a los ojos al carnero Hamal.
Solo somos diferentes, nada más.
Eso era lo que esta vez sentía al mirar a Hamal. ¿Qué quería decir con esto?
Hamal era distinto al resto de animales que se podían ver en este establo, sin duda. ¿Se sentía diferente, nada más? ¿No sentía soledad o frustración?
Tras unos minutos intentando comprender su alma, empezó a formarse una nueva idea. Hamal era diferente, pero nadie le juzgaba por ello. Todo estaba bien y él estaba tranquilo. Nada le impedía ser tan feliz como el resto, pero con el añadido de ser alguien especial que todavía podía brillar un poco más en algunas situaciones. Por algo fue Hamal, y nadie más que él, quien llamó la atención de Adrián. Era la estrella que más brillaba. ¿Cómo podía ser malo ser así?
—Creo que te entendí mal la última vez, amigo —dijo Adrián sonriendo.
Sin pensar en nada más, acarició al carnero y volvió a la habitación de arriba, esta vez sí, para dormir con una expresión mucho más relajada.
En mitad de la noche, el pequeño Tomás se levantó de su cama. Sin decir nada, de puntillas, procurando que su hermano mayor no se despertase.
Al bajar al establo, Tomás abrazó a sus padres.
—Lo has hecho muy bien, Tomás —dijo la madre.
—Ya queda menos. Cuando vuelvas te compraremos lo que pidas —dijo el padre—. Bueno, lo que nos podamos permitir.
Tomás ocultaba un secreto, uno que se guardó todo este tiempo.
El día que abandonaron su hogar, Tomás sabía que su hermano se quería ir de casa y por qué motivo. Por supuesto, no le gustaba nada la idea. Aunque no podía decir nada a sus padres, el miedo fue tan enorme que no le quedó otra que comentarlo con ellos a tiempo. Por supuesto, la reacción natural de los padres fue ir a enfadarse con Adrián y pararle los pies a tiempo, pero Tomás les pidió que no le dijeran nada, que no quería que su hermano mayor perdiese la confianza en él. Gracias a eso, los padres decidieron tomar un enfoque diferente. Al principio no entendían por qué su hijo mayor haría algo tan absurdo, pero no fue otro que un niño de once años quien les hizo pensar, por primera vez, que debían tratar el tema en los términos que necesitaba Adrián para aprender, y no en los suyos.
Hablando con Tomás y procurando entender qué es lo que pasaba realmente por la mente de su hermano mayor, pudieron llegar a la conclusión de que había dos problemas. El primero, que ellos estaban educando a alguien como si fuese una versión pequeña de ellos mismos. Debían entender que Adrián tenía algunas diferencias palpables con el resto de los niños, que veía el mundo de otra manera. Sabían que era muy inteligente, pero había cosas que no podrían comprender de él si no le escuchaban atentamente. No era fácil educar a alguien así, y menos en piloto automático o por impulso.
Pero ellos no eran todo el problema. Adrián tenía la inteligencia suficiente para entender que estaba llevando muy lejos su idea y también su autopercepción. Él también tenía que poner de su parte para que la convivencia fuese mejor y para que todos pudieran aprender de esa situación extrema.
De este modo, los padres tomaron una decisión sin precedentes, algo que no les gustaba nada hacer, pero que, de alguna manera, ante la mirada de su hijo pequeño y el problema de su hijo mayor, no les quedó más remedio.
Dejarían que sus hijos se marchasen y les vigilarían desde lejos. A veces uno, a veces el otro, a veces los dos. Solo se ausentarían para sus trabajos, y en los momentos en que ninguno pudiera vigilar, sería un viejo amigo de la familia, un señor con voz profunda y con un establo, quien se encargaría de vigilar en su lugar. Entre los tres adultos vigilaban siempre a los niños y, cuando se quedaron sin fuerzas, fueron los tres quienes llevaron a los hermanos hasta el establo.
Pese a que llegaron algo lejos, al menos para los pasos de dos niños pequeños, por difícil que fuese compaginarlo con sus propias responsabilidades. Querían velar por sus hijos hasta el final el tiempo que Adrián necesitase para abrir los ojos. Era algo importante para todos hacerlo así.
Por supuesto, si tenían ocasión, les darían alguna ayuda en forma de comida, siempre con la condición de que Adrián no se enterase. Tomás fue listo y supo que, si se separaba de su hermano en la ciudad, sus padres se encontrarían con él para darle comida.
Antes de que Adrián se despertase, los padres le dieron un beso a Tomás y le dejaron volver a su habitación para no levantar sospechas.
Al día siguiente, los niños se despidieron del señor de la voz profunda. Por última vez, Adrián miró a los ojos al carnero Hamal, para ver si quería decir algo más. No veía nada nuevo, salvo tal vez un rostro de paz que indicaba que todo estaba bien.
Se despidieron del señor y partieron sin perder más tiempo hacia su hogar.
El granjero miró como los niños se alejaban camino a casa, y después miró al carnero.
—¿Qué te pasa Frixo? ¿Te ha caído bien ese chico? No te preocupes, seguro que algún día vuelve solo para visitarnos. Vivimos cerca, pero ni se acordaba de que ya nos conocíamos. Hace algunos años, es verdad. Cuando comprenda lo cerca que estamos, seguro que vendrá alguna vez a visitarte. Parecía comprenderte, ¿verdad?
El carnero no apartó los ojos de Adrián hasta que su figura se perdió en el horizonte. Solo en ese momento es cuando dio media vuelta y se fue a dormir. El señor de la voz profunda se marchó entre carcajadas a seguir con sus labores.
Al caer la tarde, Adrián y Tomás volvieron a casa y, por fin, abrazaron a sus padres. Pese a todas las broncas y discursos de sus progenitores, Adrián estaba mucho más tranquilo. Sentía que estaba en su sitio, y que su penitencia por haber cometido tal error era poner mucho más de su parte para la convivencia deseada. No supo hasta algunos años después toda la verdad, todo lo que sus padres y su hermano hicieron para convertir aquella experiencia en un punto de inflexión para su familia. Pero en el tiempo presente, aun sin saber nada, Adrián intuía que sus padres siempre velaron por él. Ese día algo cambió, aunque era incapaz de saber si era un cambio real, o si estaba solo en su cabeza y su corazón. Pero tanto si era una sola cosa como si solo era la otra, para él ya era suficiente.
Se acabó dar golpes de cabeza para avanzar sin entender qué hay a tu alrededor. Se acabó pedir a los demás lo que tú no estabas dispuesto a hacer. Esas eran dos de las muchas nuevas guías que Adrián usaría para construir su futuro. Había muchos más, pero el más importante estaba relacionado con Hamal. Si avanzaba con calma, entendiendo todas las aristas de cada situación, con respeto y sin egoísmo, queriéndote a ti mismo y escuchando a las personas que te importan, caminando hacia delante cual carnero afable que surca los cielos, elegante y con la cabeza erguida… Tardes lo que tardes, podrás llegar hasta el lugar deseado sin perder tu verdadera esencia por el camino.
Podrás conseguir lo que te propongas y, sobre todo, nadie podrá apagar tu brillo.
Comments