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Relato corto de Cáncer

Joel Soler


En una cala secreta y silenciosa, las huellas de Carolina suelen ser las únicas que pueden verse a primera hora de la mañana, cuando la marea borra el rastro de lo ocurrido la noche anterior. Era una zona con playas accesibles y con suficiente atención por parte de chiringuitos, socorristas y cualquier persona que pudiese trabajar en la playa. Pero una de las zonas de esa playa estaba entre varias rocas enormes y era de difícil acceso. Era un rinconcito pequeño, bonito y acogedor, pero por su inaccesibilidad, nadie quería bajar hasta ahí por la dificultad que se encontrarían al intentar volver a subir. Poca gente se asomaba, pues para poder ver bien la zona tenías que subirte a las primeras rocas. No se podía decir que fuese una playa abandonada, de tanto en tanto solía ir gente joven cargada de energía que no tenía problemas en escalar cuantas veces quisieran esas rocas. Entre esas personas, Carolina era una chica que alguna vez fue con ellos a divertirse en la playa, pero lejos de divertirse por el hecho de estar de fiesta con sus amigos, la primera vez que conoció ese lugar, lo que sintió fue fascinación, y la ilusión de imaginarse a sí misma sola y aislada. Un rincón solo para ella.

Por la mañana, gente más mayor, o familias, son los que van a la playa, y esa gente no escalaría las rocas con soltura. Los que lo harían iban de noche, por lo tanto, Carolina decidió despertarse cada día a primera hora de la mañana, antes de cualquier tarea que hiciese durante el día, y usaba esa cala para ella sola.

Allí solo estaban las huellas de Carolina en la arena, y en las rocas, algunos cangrejos que habitaban en la zona sin sentir ninguna clase de reparo por la presencia de la joven chica solitaria.

Carolina era una chica joven de pelo largo, liso y castaño que en su día a día suele pasar desapercibida. No se puede decir que tenga una mala vida, todo en su entorno es normal. Su familia y amigos son buenos, y su único problema con ellos es que siente ciertas barreras a la hora de hacerse entender. Coincide que nadie de su entorno quiere indagar ni meterse en su vida más de la cuenta, así que toma esas barreras como simples puertas de entrada a su caparazón. Un caparazón bonito y adornado, solo para ella. Si las cosas se ponen feas, sabe que tiene a gente que la apoya. No necesita nada más en el exterior. Ella hará lo mismo por ellos. Pero su caparazón es la primera realidad el resto del tiempo.

Su trayectoria universitaria es correcta, sin alardes, pero sin problemas, como su meta de trabajar como profesora de educación infantil, algo que decidió a raíz de su excelente trato con los niños pequeños. Se dice que solo con su voz y sus gestos, los niños se calman y se encariñan rápidamente con ella.

Para Carolina, educar a las nuevas generaciones pasa por mostrarles el potencial que tienen en la era en la que han nacido. Hay muchos recursos para ser personas buenas y grandes, pero también muchos recursos para desperdiciar el potencial o para ir por caminos mucho peores. Cree que la educación tiene que adaptarse a esas necesidades y, en ese sentido, ella se considera consciente del problema, imaginativa e innovadora.

Aunque siempre busca formas nuevas de llegar a los métodos de enseñanza, hay una que considera la más clásica de todas, pero que cree que es inmortal: el arte. Un corazón y un cerebro curtidos por el arte estarán mucho mejor preparados para tener esa sensibilidad y esa capacidad de valorar y descubrir las cosas importantes que servirán como base para recorrer los mejores caminos. Avanzando con eso en mente, podrán empezar a prepararse mejor para descubrir sus talentos ocultos, para distinguir el bien del mal, y para identificar su lugar en el mundo.

Estando en contacto con los demás, Carolina siempre se mostraba alegre y divertida. Nunca causaba una mala impresión, salvo cuando algunas personas le decían que no la entendían bien o que era un poco rara.

Con personas con las que tenía menos confianza, se mostraba algo más distante, pero incluso así, sabía cómo hacer que otras personas se sintieran bien, y era buena escuchando.

Carolina siempre dice que, cuando sale con los demás, no tiene ningún problema para “integrarse en el cúmulo”. Cuando dice eso, la gente admite que no entiende nada, o incluso se ríen un poco, incómodos o pasotas, e ignoran lo que de verdad quiere decir. A veces lo complica incluso más, diciendo que en ese cúmulo, las personas varían en formas, pero no en tamaños, y que solo se entienden los cúmulos si se ve el puzle completo. Para Carolina, eso tiene mucho significado.

Pese a ello, sus amigos son buenas personas, tal vez algo irresponsables, tal vez no tienen la capacidad que a ella le gustaría para comprender cosas que no sabe explicar a nadie sobre sí misma, pero no podrá negar que, al igual que el resto de su vida, no se puede quejar. Está bien.

¿Está suficientemente bien?

La sensación de vacío no era extraña para Carolina. Solía catalogar eso como pensamientos estúpidos o intrusivos por parte de una persona que todavía tenía que madurar. Muchas películas, decía. Había sentimientos que parecían reservados solo a la ficción, y se forzó a creer que la vida era o más simple, o más cruda. No era algo fácil de aceptar.

Si había un único lugar en el que dar rienda suelta a esos sentimientos, era la playa secreta a la que nadie bajará por la mañana. Allí pensaba en su identidad, en sus pasiones, en escenarios idílicos y en las cosas que le faltan, entre muchos otros pensamientos.

Si quería desarrollar uno de sus talentos, tenía que hacerlo en aquella playa. Por ejemplo, si quería pintar sobre un lienzo, ese era el único paisaje que podía plasmar, ya que en el resto de lugares donde pintase, sentía que había una gran barrera que lo bloqueaba todo. Si un amigo o un familiar ensuciaba esa energía, ya no había vuelta atrás. Por ese motivo tampoco quería compartir sus pasiones con nadie. Si no las iban a entender, mejor que no hablasen. No quería sentir rencor por personas que ensuciaban sus pasiones sin ninguna mala intención.

Al principio le daba rabia no poder pintar más que un paisaje. Intentaba variar, y unas veces se enfocaba más en el paisaje general, otras veces en las rocas, en los cangrejos… Pero un día pintó una ola, y se imaginó a un surfista en ella. Esa imaginación le hizo brillar los ojos, y poco a poco empezó a imaginar más y más cosas. Criaturas inventadas, historias de fantasía en el mar, cangrejos enamorándose unos de otros… Las posibilidades se contaban por cientos. Tal vez no eran infinitas, pero no le preocupaba, porque tenía más pasiones.

Por ejemplo, la que podría ser la pasión más importante para Carolina, era la música. Cantar, tocar un instrumento y componer. Esa playa era su lugar de inspiración, en especial una de las rocas a la que dio el premio de su roca favorita. Ya llevaba algunas semanas componiendo cosas, pero siempre eran piezas tímidas, vagas o muy cortas. Una vez le cantó a los cangrejos una canción-poema que les dedicó, pero al hacerlo, quiso borrarlo lo más pronto posible.

Aspiraba a hacer algo mejor, pero no encontraba la inspiración hasta aquel viernes en que su signo del zodíaco le dio la respuesta. Quedó con sus amigos en la cala secreta y se despidió de ellos cerca de las rocas, sin que supieran que ella volvería en cuanto nadie mirase. El problema había sido que siempre iba a ese lugar secreto por las mañanas, pero no se había atrevido a hacerlo de noche. Al regresas y mirar al cielo, encontró un nuevo mundo de posibilidades y de imaginación.

El cielo estaba más estrellado que otras veces. Era como si las estrellas le dijeran: “Estoy de acuerdo contigo, Carolina. Este es el lugar y hoy es el día. Hazlo.”

Se tumbó y miró hacia las estrellas, convencida de que ahí estaba la respuesta. No era muy entendida en constelaciones o astrología, pero sí conocía algo llamado “Cúmulo del Pesebre”, un grupo de estrellas unidas gravitacionalmente que pertenece, según le contaron, a la constelación de Cáncer. Aunque ella no sabía mucho de su signo (decía que era una asignatura pendiente), había dos cosas que eran evidentes: la primera, que le encantaba el Cúmulo del Pesebre, y la segunda, que tenía una autentica afinidad y comodidad con los cangrejos.

Mientras ella y los crustáceos, según ella sus amigos secretos, miraban al cúmulo, la letra empezó a fluir por su cabeza.

El Cúmulo del Pesebre. La arena en los pies, las estrellas sobre tu mirada Tus amigos en las rocas del mar Todos juntos formamos una constelación Todos juntos queremos brillar Una estrella fugaz, un deseo de todos Un deseo que pedimos desde el mar Busca el tuyo, no lo compartas Si lo compartes no se cumplirá Somos estrellas escondidas en un cúmulo Entre la multitud, todos brillan con intensidad Pero mientras estés en el Cúmulo del Pesebre No podrás brillar más allá Si quieres brillar, sal del caparazón Como un cangrejo al mudar Pero mientras estés en el Cúmulo del Pesebre Tu destino será esperar Ya quieres salir, ya quieres ser tú mismo Quieres dejarlo todo atrás Un deseo que has pedido desde el mar Es un deseo de libertad Canta sin parar, canta desde el caparazón Alguien te podrá escuchar Si no dejas de cantar, el mar llevará tu canción Y lejos de las estrellas brillará Somos estrellas escondidas en un cúmulo Entre la multitud, todos brillan con intensidad Pero mientras estés en el Cúmulo del Pesebre No podrás brillar más allá Si quieres brillar, sal del caparazón Como un cangrejo al mudar Pero mientras estés en el Cúmulo del Pesebre Tu destino será esperar Y cuando ya no estés en el Cúmulo del Pesebre… Tu momento por fin llegará

Mientras cantaba esa canción, Carolina se encontró bailando entre las rocas y los cangrejos, perdiendo completamente la noción del tiempo y del espacio. Solo estaban ella, los cangrejos y la música. Nadie más. Su voz llegó a todos los rincones de la playa, el único público que Carolina necesitaba en ese momento.

Pero no solo el mar, la arena y los cangrejos eran participes de este momento. Un chico miraba desde lo alto de las rocas. Un chico que por… ¿Azar? ¿Destino? Paseaba por la zona, como casi cada noche, y al escuchar la voz de Carolina, su corazón dio un vuelco. Escuchó la canción entera, y la disfrutó casi tanto como ella la disfrutaba al cantarla.

Carolina vio al chico. Era evidente que cantando con tanta energía acabaría atrayendo la mirada de algún curioso, y estaba dispuesta a asumir ese riesgo, aunque no era algo que quisiera. Además, esta no era su hora habitual para entrar en su zona de confort, en su caparazón en forma de cala secreta y rocosa. Esta era una hora donde podía esperar que algún joven matase el tiempo saltando entre las rocas que precedían a la playa.

Carolina poco a poco empezó a esconderse detrás de unas rocas que la llevaban a la orilla. Como un cangrejo que camina sin mirar al punto al que se está dirigiendo, acabó por desaparecer de la vista de aquel chico.

Por su parte, el chico necesitaba preguntarle algo a Carolina, lo que sea. Solo quería felicitarla y decirle que había quedado muy impactado con su voz, así que, por instinto, empezó a bajar por las rocas de la cala.

Justo antes de empezar el descenso, escuchó el grito susurrado de una mujer.

—¡Eh! Disculpa, pero será mejor que no sigas bajando.

—¿Disculpe…? —dijo él girándose de golpe, como si hubiese sido descubierto en mitad de un acto deleznable.

—No conoces a esa chica, ¿verdad?

—Ah… Pues no, no. Es la primera vez que la escucho. Y que la veo.

—¿Y crees que una chica sola en la playa querrá que un desconocido se acerque a ella en un lugar así? ¿Y mientras está cantando?

—¡Ah! Pues… Es cierto. No creo que sea una buena idea. Pero… ¿Quién es usted?

—Soy la madre de esa chica. Me sorprende que esté aquí de noche. No suele hacerlo a estas horas —la madre de Carolina miró al chico—. ¿Qué querías con mi hija?

—¡Nada! Solo es que su voz me pareció preciosa, y bueno… Yo también canto, a veces, en privado, y no sé…

—Su voz, ¿verdad? Te entiendo. Es normal. Pero no te acerques a ella. Quiere estar sola.

—Oiga, una pregunta… —dijo el chico—. ¿Usted está espiando a su hija? Porque dice que ella quiere estar sola, pero…

—¡No! —gritó la madre, y acto seguido se tapó la boca al pensar que eso la delataría frente a su hija—. No, no, no es eso. No me malinterpretes, chico. No la espío porque crea que tengo que vigilarla ni porque me quiera meter en su vida. Es solo que, como tú, yo también me he quedado prendada de su arte. Soy su madre, pero también soy su fan.

—Ah, ya… ¿No puede ver su arte desde casa?

—Desde casa, dices… —la mujer miró a Carolina con una mirada decaída—. Ella en casa no es así, y no sabemos por qué. Ella es muy buena, pero creo que no nos quiere decir que en casa no se ve con la confianza de ser ella misma.

Cuanto más sabía aquel chico sobre Carolina, más comprendía la canción y más imaginaba sobre lo que podía sentir y lo que la podía llevar hasta ahí.

Esa música no solo transmitía mediante las palabras, lo hacía también mediante la melodía y la voz. Muchos sentimientos llegaron hasta ese chico, y él solo pensaba en la suerte que tuvo de tomar ese día esa ruta en su paseo nocturno.

El chico hizo caso a la madre de Carolina y no molestó. Pero cuando volvió a casa y pasaron los días, notó que quería hacer algo. Si lo hacía, sería solo si Carolina lo aceptaba en su mundo.

Mientras pensaba qué podría hacer, intentaba coincidir con ella algunas otras veces, pero no la volvió a ver durante muchas de las noches que paseó por el lugar.

No fue hasta un día que tuvo que madrugar por una entrevista de trabajo que, al pasar por la mañana por aquella playa, escuchó de nuevo su voz.

—A primera hora de la mañana… —murmuró, recordando que la madre dijo que ese no era el horario habitual de su hija.

Los horarios de este chico, por sus estudios de tarde y noche, le obligaban a dormir por la mañana, salvo los días que se encontrase en la situación de hacer un recado, acudir a algún lugar o atender alguna responsabilidad. ¿Podría seguir viendo a Carolina, siendo esa la hora en que ella, tal vez, estaría en esa playa?

Sacrificando horas de sueño y modificando algún hábito, el chico acudía cada mañana a visitar en secreto a Carolina con la esperanza de volver a escuchar su canto.

Carolina, por su parte, seguía cantando y pintando día tras día. Mientras perfeccionaba la letra de El Cúmulo del Pesebre, pintaba cuadros que pudiesen fundirse con la canción. Pintaba las estrellas de la constelación de Cáncer, pintaba un cúmulo de estrellas brillando y una que intentaba brillar con más fuerza, pintó la estrella fugaz, los cangrejos, el deseo de cruzar el mar, la libertad, la mujer cantando… Todo su mundo giraba en torno al Pesebre.

El día que más impactó a aquel chico fue cuando cantó una versión perfeccionada de la canción con una lira que no había traído hasta ahora. No es que Carolina fuese una experta en tocar la lira, pero en la playa podía soltarse un poco más, y era un sonido que a ella le encantaba. No necesitaba más.

Aunque el chico la observó muchas otras veces, nunca se quiso acercar, porque no lo haría hasta que pudiera hacer algo que encajase con el mundo de la chica de la playa. Solo así podría encontrar el derecho a preguntarle si podía tener el honor de pertenecer de alguna forma a ese mundo. Bajar a saludarla era algo impensable una vez se dio cuenta de lo que significaba esa cala para Carolina.

Pasados unos días, Carolina paseaba mirando como sus huellas quedaban solas en la arena, y en mitad del silencio de la mañana, una música empezó a sonar.

La melodía era tocada con un violín, y se podía apreciar un buen talento tras esas notas. La melodía empezó a acompañarse de una fuerte y firme voz.

El caparazón de un ángel Un ángel que me regala su voz Un sueño del que no quiero despertar No me puedo acercar, no la puedo mirar Pero te puedo escuchar Una canción que no fue hecha para mí Arrogante sería pensar algo así Pero no lo pude evitar, no quise despertar Para mí… Esa es mi canción No cantes para nadie más que para ti Y para tus deseos escuchados por el mar Tu voz es tuya, tus sentimientos son tuyos Nunca nadie los podrá borrar Si te intentan dañar, tienes tu caparazón Si te intentan dañar, tienes tu canción No permitas que alcancen, no permitas que ensucien Tu corazón Un ángel canta escondido en su caparazón Dejando las huellas en la arena y en mi corazón Yo te escucharé, yo te entenderé Pase lo que pase, no se romperá Aunque estés muy lejos, aunque no te alcance Tu música siempre me llegará Estoy dispuesto a escuchar, una y otra vez La melodía que sale… … Dentro del caparazón de un ángel…

El chico la miró tras terminar la canción, y Carolina miró también en su dirección, sorprendida por la canción. Posiblemente si esa misma letra hubiese sido cantada de otra manera, ella se hubiese asustado y se hubiese vuelto a esconder, pues en parte notaba una extraña presión al saber que había provocado eso en alguien, cuando ella solo quería tener su propio mundo.

Pero esa voz, esa melodía… Al igual que Carolina, ese chico también era bueno transmitiendo los sentimientos a través de la música, y eso ella lo comprendía muy bien, y sabía reconocerlo en cuanto lo veía.

Los dos músicos se miraban a lo lejos, pero no se acercaron a hablar pese a esa evidente conexión. En lugar de eso, ella empezó a tocar la lira. Él sonrió y empezó a tocar el violín.

Las melodías de los dos instrumentos se mezclaban y cedían el paso la una a la otra en el momento justo, como si fuese un acto de fantasía irrepetible. Las olas rompían en el momento justo, los cangrejos bailaban, la luz iluminaba sus rostros, la brisa era perfecta. Ellos dos no podían saber cómo se vería desde fuera, pero sí podían entender cómo se veía desde dentro, y sin duda, para ellos, todo aquello estaba ocurriendo en esa playa. En ese mundo. Por muy irreal que pudiera parecer, para ellos era real. Algo que solo podrían compartir ellos, nadie más.

La madre de Carolina vio de lejos esa escena, y no quiso decir nada al respecto, pues lo había comprendido todo. Esa era la manera de comunicarse que tenían, ellos dos estaban hablando. Comunicaban cosas que otros no podrían entender, y por ello es que la madre comprendió mejor que había cosas que no estaba capacitada para entender y que solo podía apoyar y observar desde su cariño y dedicación. Al principio tuvo alguna reticencia, pero ver a su hija ser ella misma con otra persona, sin esconderse, era algo que merecía la pena explorar.

Los dos músicos seguían tocando, como si dos estrellas escondidas entre otras miles se apagasen en el Cúmulo del Pesebre, y en otro lugar remoto empezasen a brillar con más fuerza otras dos, alejadas del resto.

Y lejos del Cúmulo del Pesebre, tu momento por fin llegó.

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