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Relato corto de Escorpio

Joel Soler

Actualizado: 22 nov 2023



Un hombre tan rico como dañino, que no tenía problemas en envenenar el alma o la vida de quien hiciera falta con tal de hacer crecer su fortuna un poco más, murió dejando una herencia millonaria que podría ser, tal vez, para sus tres hijos. Sus únicos familiares.

El mayor, Alberto, la mediana, Esther, y la pequeña, Ares.

Ellos sabían que no sería tan sencillo como pensar que el dinero llegaría a partes iguales a las cuentas de cada uno. Conocían a su padre lo suficiente como para saber que habría una condición. Ésta rezaba así:

“Mis hijos tienen que llegar a un consenso sobre cómo repartir el dinero. Los tres tienen que estar de acuerdo y dejarlo por escrito. La única condición es que las partes no pueden ser iguales. Tiene que haber una diferencia mayor al quince por ciento entre cada uno. Hasta que no se cumpla dicha condición, no hay dinero para nadie.”

Tres hermanos inteligentes y que no se llevasen demasiado mal hubiesen repartido el dinero de cualquier manera y luego se lo hubiesen repartido de forma ajena al proceso para que todo quedase igual. Algo tan sencillo hubiese frenado cualquier conflicto entre ellos, pero no iba a ser tan fácil, y el padre lo sabía, y por eso disfrutó tanto al escribir esa condición meses antes de morir.

Las dos hermanas, Esther y Ares, quedaron para tomar un café y hablar del tema. Hacía mucho tiempo que no se veían.

—¿Cómo has estado? —preguntó Ares.

—No tires por ahí —contestó Esther—. Vamos directos al grano. Dime, Ares, ¿tú cómo harías la repartición?

—¿A qué te refieres?

—Si tú pudieras elegir, ¿cómo la harías? ¿Quién se merece más dinero de los tres?

Esther estaba nerviosa. Preguntaba conteniendo el veneno en sus palabras, evitando insultar a su hermana pequeña. Ares se pensó la respuesta.

—Pues no lo sé, Esther. Es una pena que papá haya puesto esa condición. Lo justo sería que todos tuviéramos lo mismo, así que lo mejor sería…

—¡Y una mierda lo justo! ¿Lo mismo sería lo justo? No tengas esa cara dura, anda.

—Esther… Saber que no quiero malos rollos. Yo solo digo lo que pienso. ¿Cómo voy a decidir si alguien se lo merece más que otro? Es que eso depende…

—¡No! Por supuesto que no. ¿No ves lo claro que está? No, claro que no lo ves, porque sabes que saldrías perdiendo.

Esther, la mediana, era el miembro de la familia con más carácter. Era considerada la más problemática de la familia. De cara al público, padre e hijos daban una sensación de familia elegante y respetada, pero Esther era la excepción. Para los demás, era una persona tóxica y explosiva. Para Esther, eso solo significaba tener carácter y defender sus causas sin callarse nada.

Ella lo tenía claro: merecía mucho más dinero que sus dos hermanos, y tenía argumentos para sostener ese pensamiento.

Alberto, el mayor, no se encontraba en la ciudad, ya que vivía muy lejos de allí, y no pudo encontrar un hueco para negociar con sus hermanas el tema de la herencia. Tampoco pudo estar en el entierro. Ya hacía tiempo que se había desconectado por completo de su familia. Parecía que le molestaba hablar de temas como la herencia con sus hermanas. La cosa ya no iba con él.

En cuanto a Ares, la pequeña, Esther la odiaba con todas sus fuerzas desde pequeña. Al igual que Antares, de la constelación de Escorpio, debía su nombre a su antagonismo con el planeta Marte, el planeta del Dios de la guerra, Ares, Esther también sentía un antagonismo hacia su hermana que, en muchas ocasiones, sobrepasaba cualquier explicación racional. Esther ni siquiera sabía (o no lo quería escuchar) que el nombre Ares, cuando es en femenino, no tiene un origen conectado a ese Dios de la guerra.

Esther era como un escorpión venenoso. Sus palabras y sus acciones podían picar y envenenar a cualquier persona, y eso ella lo sabía, y en ocasiones lo utilizaba a su favor. Otras veces prefería controlarse y usar su razonamiento para ganar una situación, pero su sangre caliente le impedía controlar sus impulsos, y actuaba únicamente con el fuego de su corazón.

Por alguna razón, el veneno del escorpión no afectaba a Ares. No se inmutaba ante muchas de las cosas que su hermana le decía, y eso para Esther era un problema, ya que le provocaba una frustración incontrolable. Se sentía inferior, y no podía evitar pensar que su hermana pequeña se burlaba de ella.

Según el criterio de Esther, ni Alberto ni Ares merecían tanto dinero de la herencia como ellos. ¿Por qué?

Esther lo tenía claro. En el caso de Alberto era sencillo: él abandonó su hogar hace muchísimo tiempo y buscó una vida desconectada de la familia. No tuvo relación con su padre desde hacía ya mucho tiempo, así que, si se desconectaba de la familia, se tenía que desconectar para todo. Bastante generoso sería por parte de las hermanas si le daban ni que sea un uno por ciento. En el caso de Ares, en cambio… La cosa era algo más complicada. Tanto Esther como Ares cuidaron siempre de su padre más o menos por igual. Pero, por algún motivo, a ojos de Esther, su padre tenía una preferencia demasiado marcada por su hija menor. Para él, Ares era la hija perfecta, y Esther un fracaso. Pese a ello, Esther lo siguió cuidando.

Entonces… ¿Por qué Ares merecía mucho menos? Si lo cuidaron igual, y si el padre la quería mucho, Ares merecía, como mínimo, tanto como Esther, ¿no?

Esther no lo veía así. Desde pequeña, y también de mayores, cada capricho ha ido a favor de Ares. Comprar mejor ropa, las cosas que necesitaba, ayudar con la financiación de un negocio, con una boda… Desde niña, Esther veía claro que todos los caprichos de papá iban para Ares, y, en cambio, Esther nunca recibió nada de eso. La envidia crecía y quemaba su cuerpo, peor que el más peligroso de los venenos. Incluso la casa de su infancia, de la que su padre se fue cuando murió la madre de los tres hermanos, pasó a ser de Ares, sin que tuviera que preocuparse por los gastos. Esther, en cambio, siempre tuvo que ganarse la vida sin ningún tipo de ayuda. Por eso, para Esther, todo se reducía a una idea muy simple.

—¿En serio ahora tú necesitas el dinero?

—No se trata de si lo necesito o no, Esther. Se trata de la última voluntad de papá.

—¡No! ¡No lo pienso admitir! Toda la maldita vida regalada, sin ni una sola preocupación. No has sabido nunca lo que es sufrir por sobrevivir, no has tenido ni idea porque has sido arropada siempre en los brazos y en la cartera de ese cabrón. ¡No! Las dos lo hemos cuidado, pero solo tú has tenido todo lo que has querido. Y si tengo que comerme mi orgullo y mi envidia con muchas cosas lo haré, ¿pero con el dinero? ¡No! ¡Imposible! Tú lo has tenido todo y no lo necesitas. No pidas más. Yo no he tenido nada y sí lo necesito. Además, yo he cuidado a papá tanto como tú. Soy yo la que se lo merece.

Ares miraba a Esther con cara de lástima, sintiendo pena por su hermana mayor desde una posición que creía superior. Esther odiaba esa mirada. Se encendía todo su cuerpo, se envenenaba, no podía soportarla.

—Esther… Tú me tienes aquí para lo que quieras. Si estás mal de dinero, yo te prestaré.

—Por supuesto que me vas a prestar, pero de tu parte de la herencia. No pienso dejar que te quedes algo que se parezca a un tercio, te lo juro.

—No creo que sea esto lo que papá quiere…

—Ah, ¿no? Papá ha dejado claro en su testamento que nosotros decidimos como repartir la herencia, y ha puesto condiciones que incluso a ti te sonarán raras. No sé lo que quiere ese viejo retorcido, pero no digas que quiere que nos quedemos un tercio cada uno, porque ha dicho explícitamente que quiere lo contrario.

—¿Y qué es lo que quería papá entonces? ¿Dártelo todo a ti?

—Yo qué sé. Si hubiese querido algo específico, lo hubiese aclarado. Quién sabe, igual nos quería poner a prueba incluso después de muerto. Ese viejo asqueroso…

—¡Deja de insultar a papá!

—Eres… —Esther miró con desprecio a su hermana—. ¿Cómo puedes ser tan pelota? ¿Cómo puedes pretender ser tan inmaculada? No lo entiendo, de verdad. Pero que sepas, Ares, que no me fío de ti. Te haces la tonta, eso lo sé muy bien, pero no voy a dejar que me jodas esto, te lo aseguro.

—Siento que estés así de triste, Esther…

Esther se levantó de golpe dando un empujón a la silla. Dio un golpe en la mesa mirando a su hermana, y se fue tirándole el dinero del café a la cara. Todos los clientes de la cafetería vieron la vergonzosa escena, mientras Ares recogía del suelo las monedas con el rostro apenado.

Esther caminaba por la calle llena de ira, con ganas de romper cosas. Nada iba a interponerse entre ella y lo que creía justo. Ni Ares ni Alberto se lo habían ganado, e iba a hacer lo posible para materializar esa certeza. Al pensar en ellos y en la herencia, su corazón ardía al punto de dolerle. El veneno cada vez quemaba más y más.

Antes de resolver el conflicto con su hermana pequeña, quería dejar resuelto el tema con su hermano mayor. Estaba claro que el despegado de Alberto tendría una vida tan ocupada y ajena a los conflictos familiares, que no opondría mucha resistencia.

Con esta idea en mente, Esther y Alberto acordaron hablar por videoconferencia esa misma tarde.

—Quiero que esto sea rápido —dijo Esther, sin saludar siquiera.

—Siempre quieres que todo salga como tú dices —contestó Albert, con tono cansado, nada más empezar.

—Sí, pero eso no nos sale tan bien como a nuestra hermana pequeña, ¿verdad?

—Eso también es verdad, esa consentida consigue todo lo que quiere incluso sin querer.

Aunque Esther y Alberto ya no tenían relación y su forma de pensar no tenía nada que ver, sí coincidían en su opinión sobre Ares. Eso, en esos momentos, era uno de los principales consuelos para Esther.

—¡Exacto! Esa niña ya tiene todo lo que necesita. Tal vez se lo ha ganado, tal vez ha sido muy buena, qué sé yo… ¡Pero no necesita nada más! ¡Se acabó!

—Acuérdate de que ella tiene que estar de acuerdo con eso —dijo Alberto, intentando ponerse serio.

—Escucha… Deberías estar de acuerdo en que vosotros no tenéis que reclamarme nada. Tú y yo no hemos recibido apenas nada de él, y ella sí. Ella y yo le hemos cuidado, pero tú no. Yo soy la única que lo ha cuidado sin recibir nada. Yo no me llevo un solo tercio, yo me llevo más de la mitad. Es lo justo.

—¿Esto es por dinero? Creo que podría ayudarte si quieres, Esther.

—¡No! Maldita sea, ¿por qué piensas eso? No seas así… ¡Cállate! ¡Yo lo hago porque no puedo con tanta injusticia! Porque, si después de todo, encima lo repartimos en tercios similares… Posiblemente seguiré odiando al viejo para siempre. Esta es mi última oportunidad para odiarlo menos…

Ante esas palabras, Alberto reaccionó. Por fin comenzaba a entender un poco mejor el corazón de su hermana, y tomó una decisión.

—De acuerdo. De todas formas, estarás de acuerdo con que no nos vamos a quedar con las manos vacías. Renunciaré a ese tercio, y voy a quedarme solo con una décima parte. El diez por ciento es mío, el noventa restante tendréis que repartirlo vosotras y llegar a un acuerdo. Supongo que, con eso, incluso aunque Ares no ceda tanto como yo, podrías convencerla para quedarte por lo menos con la mitad de todo, y eso ya sería más que lo que tengamos Ares y yo. ¿Te parece bien?

Esther asintió, aliviada. Había conseguido que Alberto comprendiese sus sentimientos. Aunque solo lo hiciera para quitarse el problema lo más rápido posible, lo agradeció mucho.

Pero todavía quedaba Ares, su hermana menor y enemiga natural.

Como un escorpión, su aguijón desprendía un potente veneno que impacta sobre su presa, sea para cazarla o para defenderse.

¿Ares atacaba, o se defendía? No importaba, porque debía ser envenenada.

Las hermanas volvieron a quedar una vez más en una cafetería.

—Ya me ha contado Alberto sobre su decisión —dijo Ares.

—Pues te toca, ¿cuál será tu parte?

—No empieces… Nos repartimos el noventa restante entre las dos, y vamos a dejarnos de historias —Ares volvía a poner esa mirada de pena y superioridad que tanto odio generaba en Esther—. Supongo que, si una se queda un cuarenta y seis y la otra un cuarenta y cuatro, habremos cumplido con la condición. Si tienes tantos problemas con el dinero, puedes ser tú la del cuarenta y seis.

—¿Cómo puedes ser tan avariciosa, niñata egoísta? ¿Te lo dan todo y tienes que seguir pisando a los demás para conseguir más, y más, y más? —Esther creía que su corazón terminaría por explotar y todo el veneno que tenía dentro impactaría de lleno contra la desgraciada de su hermana.

—Creo que tendría que verte un psicólogo, Esther…

—No puedo más con esto… ¿Cómo puedes sacarme de quicio de esta manera? ¿Te entrenas? ¿Me odias?

—Yo no te odio, hermana. Yo te quiero.

Cada palabra, cada frase y cada mirada que Ares lanzaba contra Esther, se clavaban en ella como un picotazo con el más fuerte de los venenos: el del odio, la rabia y la desesperación.

—Deja ya de fingir, Ares… Estoy segura de que has entendido perfectamente qué es lo que te estoy diciendo. Ahora, dime, ¿haces esto porque quieres dinero, o porque crees que yo no merezco más que tú?

—Creo —empezó Ares tras pensarlo un poco—, que, aunque comprendo tu postura sobre esa supuesta condición de ventaja de papá hacia mí, tú eres la hija que más problemas le ha dado, la que fue más rebelde, la que le hizo caer en más estados de nervios y preocupación. Los disgustos que papá se ha llevado contigo han sido tan grandes, que el hecho de que ahora quieras simplemente ignorarlos y fijarte solamente en la parte negativa de tus hermanos, pero no en la tuya, me parece un problema que deberíamos tratar juntas. Y por eso lo siento, Esther, pero… No puedo aceptar que partas la herencia de papá como a ti te dé la gana. Eso es todo.

Esther quedó impactada por ese discurso. Primero, porque no estaba acostumbrada a ver a Ares decir las cosas tan claras y directas. Y segundo, porque una parte de ella se planteó la idea, fugaz, de que no había tenido en cuenta todos los factores a la hora de hablar de justicia. Recordaba todos los insultos, todos los cabreos desmedidos por cosas que, pensándolo bien, su padre hizo solo para protegerla o para aconsejarla. Algunos fueron por torpeza, otros porque él no podía más con los desprecios de Esther... Pero también recordó todas las veces que su padre dio la cara por ella y por sus problemas, intentando reparar el mal que hacía en otros sitios. Tantas cosas, hicieron que Esther se apagase por unos momentos y hablase con una calma impropia de ella.

—Papá es… Crees que él no piensa que me merezca esto… ¿Verdad? —dijo Esther, abatida.

—Creo que papá nos quiere a todos, Esther. Que hizo esto de la herencia para que hablemos y nos entendamos. Vamos, no insultemos más su memoria con peleas estúpidas.

—De acuerdo… Pero oye, Ares… ¿Tú crees en mí?

—¿A qué te refieres?

—Que si crees que puedo ser buena con mi familia. Si crees que me merezco confianza, no sé…

—Ah, ¡claro! Mira, ahora vamos al notario con todo firmado, recogemos el dinero y en tu casa tomamos algo y lo repartimos mientras hacemos las paces, ¿te parece?

—Me parece bien… Muchas gracias, Ares.

De esta manera, los tres hermanos firmaron la declaración sobre qué parte pertenecía a cada uno, escrito por Esther justo antes de reunirse con el notario. Alberto dio permiso desde lejos para que Esther firmase por él. Por lo visto, la fortuna era mayor incluso de lo que pensaban, pues no podían conocer el total exacto hasta que tomasen una decisión.

Como era muchísimo dinero, no podían recibirlo de forma física. Otra cosa acordada en el testamento era que todo tenía que ir a la cuenta de uno de los tres, y este tenía que hacer el desvío de las transferencias siguiendo los porcentajes estipulados en el documento firmado.

Para demostrarle que confiaba en ella, Ares dejó que Esther hiciera la gestión. Las dos fueron al banco, y Esther mostró el papel del notario para que una trabajadora se encargase del resto. De esta forma, cada hermano recibió su parte correspondiente. Después de confirmarlo con el aviso que recibió cada una en el móvil, las dos se fueron a casa de Ares a celebrar su reconciliación.

Hablaron de trivialidades, y la conversación no era la más fluida. Demasiados años de rencillas y rencores hicieron que ya no pudieran tratarse como hermanas con facilidad. Aunque hubo algo de tensión y cordialidad forzada, no fue una mala tarde.

Al día siguiente, Ares quiso comprobar cuánto dinero le había quedado. No era una mala cantidad, pero algo no cuadraba. Su rostro cambió después de hacer las cuentas, pues lo que vio fue que la parte del ingreso correspondiente era exactamente la misma que la de Alberto, el diez por ciento de la herencia. Si bien era una cantidad muy respetable de dinero, empezó a ahogarse, como si de los efectos de un veneno se tratase, al empezar a suponer que Esther mintió sobre la confianza que habían empezado a adquirir por fin.

Ares llamó por teléfono a Esther, la cual se estaba despidiendo en ese momento de un camión de mudanzas en el que metió todas sus cosas y, acto seguido, atendió la llamada al tiempo que se dirigía hacia su viejo coche.

—Hermanita… Justo me pillas camino a dar el último paseo con mi coche de siempre, antes de comprarme uno nuevo con el pastón que tengo. ¿Qué querías?

—Tú… -dijo Ares con una rabia inusual en su persona.

—¿No sabes lo que es comprar un coche nuevo? Claro, cuando el tuyo se rompía, solo tenías que acudir a tu papi…

—¿Pero no nos habíamos entendido? ¿No nos habíamos reconciliado? ¡Esther! Yo me había ilusionado…

—¿Reconciliado? Sí, y por eso, en agradecimiento a tu actitud y a tu confianza, te he dado el diez por ciento, que es bastante más que el cinco por ciento que firmaste en el notario. Con todo lo que ya tienes, y el dineral que hay en un solo diez por ciento, te aseguro que no vas a tener ningún problema económico, así que no, no me pienso sentir mal por esto, te lo aseguro.

—¡Pero Esther! No se trata del dinero, se trata de la confianza…

—Mira… Me has hecho ver cosas interesantes sobre mí, y te lo agradezco, y a partir de ahora prometo que intentaré cambiar. Pero… ¡A partir de ahora! Lo nuestro viene de muchos años atrás, y te aseguro que necesitaba hacer esto antes de cambiar. Lo necesito para no odiaros más a ninguno. Ni a Alberto, ni a ti, ni a papá. Y lo bien que me ha sentado… Ya no hay veneno en mi cuerpo, Ares. Te lo aseguro.

—Eres… ¡No me creo nada! ¡Eres una persona horrible! —gritaba Ares, llorando.

—Vaya, hermanita… Creo que ahora eres tú la que tiene el veneno ardiente que recorrió mis venas durante tantos años… Disfrútalo y no hagas nada de lo que te puedas arrepentir, ¿vale? Yo me marcho de la ciudad a vivir una nueva vida.

—¡Espera! No es tan sencillo, ante notario dejamos claros los porcentajes… ¿Sabes que te puedo denunciar por esto?

—¿Denunciarme? —Esther empezó a reír intentando contenerse para no formar un espectáculo por la calle mientras subía al coche—. No, Ares… Lo que tú firmaste no fue la primera hoja que te enseñé. Fue muy tonto dejarme todas las gestiones a mí, pero eres tan ingenua, te lo han dado todo tan hecho… Que no sabes lo jodido que está el mundo. La hoja que firmaste decía otra cosa. ¿Qué crees que decía?

—Que tú te quedabas con el ochenta y los demás con un diez cada uno… Eres tan miserable…

—No, no ponía exactamente eso —dijo Esther mientras ponía bien las ventanillas del coche—. Ya te lo digo yo. Ponía que Alberto se lleva el diez. Eso no lo pude cambiar, porque él tenía muy claro que ese era su número, y no me pareció tan mal. Yo me llevo el ochenta y cinco, y tú te llevas un mísero cinco por ciento. Eso es lo que ponía. Está firmado y procesado. Sabes lo restrictivas que son las condiciones. No podemos cambiar números una vez entregado el dinero.

—Pero, entonces…

—Exacto. Te he dado un cinco por ciento de mi parte —dijo recalcando la palabra “mi”—, solo porque me diste algo de pena por confiar tanto en mí. Al fin y al cabo, eres mi hermana, ¿no? Por lo tanto, has conseguido mucho más de lo que firmamos ante notario, así que no te pongas tonta, o seré yo quien te denuncie a ti, porque te has quedado con el doble de lo que habías firmado, usurear avariciosa. Un beso, hermanita. Adiós.

—Esper… —Esther colgó sin decir nada más.

Esther no quiso saber nada más de su hermana. No le importaba si había hecho algo justo o no. Solo tenía claro que esa era la mejor forma de quitarse el veneno. No pudo expulsarlo sin más… Tuvo que quitárselo picando a su hermana y aplicando todo el veneno en su cuerpo. Ahora era Ares la portadora de aquel veneno ardiente.

¿Se arrepentía? Ni un poco. Esther se sintió incluso generosa al entregar un cinco por ciento de su parte a su hermana. Esa fue su forma de quitarse cualquier atisbo de culpa. La nueva vida empezaba ahora, y no se podía permitir mirar atrás ni pensar si había hecho algo malo o no.

Esther empezó a sonreír maliciosamente, pero con el paso de los segundos su sonrisa pasó a ser una especie de sentimiento de tristeza impropio de ella hacia su hermana Ares, al recordar cómo confió en ella desde el día anterior.

Esther seguía teniendo muy claro que esto era lo que tenía que hacer, y en realidad no se arrepentía, pero, a su vez no podía quitarse la imagen de su hermana ilusionada de la cabeza. Tampoco su imagen llorando al visualizar cómo estaría en estos momentos. Siempre pensó que una imagen así le generaría placer o indiferencia.

Posiblemente Esther había aprendido a controlar e incluso sacar de su cuerpo todo el veneno del odio y la desesperación, pero ahora tendría que empezar a lidiar con un veneno nuevo: el veneno de la culpa.

¿Seguiría Esther envenenada? Eso es algo que ya nadie de su familia sabría, y que solo sería cosa de Esther y su voluntad de cambiar, lejos de su pasado, y con una nueva vida y una nueva fortuna de la que disfrutar…

… Siempre y cuando el veneno del escorpión se lo permitiera.

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