Capítulo 167
Descubro al culpable
“Me había ilusionado un poco con pensar que descubría al
culpable de todo esto del calendario, pero tengo la sensación
de que solo voy a descubrir al culpable del robo. Algo es algo.”
Como me creo que soy todo un detective, me acerco a casa de los ancianos para hacer algunas preguntas. Llevo toda la noche dándole vueltas al tema, la verdad.
Aprovechando que el señor Santiago no está en casa, es el momento de ver si la señora Ángela se abre un poco más.
—No me lo quiere decir ni a mí, bonito. No sé qué le pasa, pero está muy nervioso.
—¿Hay algún objeto que el señor Santiago haya querido proteger? —pregunto. Solo me falta una libreta para tomar notas.
—Qué va, si él es muy despegado para todo. Toma, no te quemes —dice mientras me sirve un café—. Está muy raro, pero yo ya no sé… Es que se nos va la cabeza, ¿sabes? Ahora le ha dado que si la cerradura, que si no molestes a los vecinos… Yo ya no sé.
—Es que a mí me suena que él sabe quién ha sido, y que lo está encubriendo.
—¿Qué dices? ¿Eso cómo va a ser? Si hemos denunciado y todo.
—¿Fue él o fue usted quien denunció?
—Yo, claro, pero porque lo hago yo todo. Él es que es muy paradito, ¿sabes? Muy vago. A él que se lo den todo hecho. Pobrecito mío, que trabajó toda su vida en una empresa muy buena de arquitectos, y luego en el taller… Y eso lo dejó muy mal.
—Eso quiere decir que su marido no fue quien quiso denunciar.
—Bueno, ya, pero tampoco me paró. Me hubiese dicho algo, ¿o no?
—No sé, no lo conozco. ¿Siempre ha sido tan callado?
—Si que es callado, sí. A mí ya solo me habla para pedirme la comida y para que le traiga cosas. Él está callado todo el día. Pero yo me entretengo con esto y con aquello y no me importa mucho ya. Yo hablo con mis amigas por teléfono y todo.
—Pero, quiero decir… ¿Desde siempre ha sido así? ¿O le pasó algo para callarse mucho más?
La señora Ángela se lo piensa un poco. Creo que algo le ha venido a la cabeza, porque su expresión es triste. Se ha puesto casi melancólica.
—Es que nosotros hemos sufrido mucho, ¿sabes? Y cuando se fue nuestro hijo… Pues él se sintió un poco responsable, porque le dijo que no quería saber nada de él. No sabe que yo también sufro, y que a mí nadie me pidió opinión… —está empezando a llorar. Me siento un monstruo por haber sacado este tema.
—Si no quiere hablar del tema, no hace falta…
—Nos dio muchos dolores de cabeza. Es verdad que ya no podíamos más. Pero él es buen chico… Y yo quiero saber si está bien. A veces nos llama, y sabemos que está vivo por eso. Santiago no quiere hablar nunca con él, siempre soy yo la que habla. Yo con saber que está vivo ya me consuelo, pero siempre le digo “oye, Angelito, ven un día a casa, que yo convenzo a papá, que te quiero dar un beso hijo”. Pero él siempre me dice que no, que mejor que no. Me da una pena…
—¿Su hijo se llama Ángel?
—Sí. Bueno, es que cuando me quedé encinta, tú sabes que hay que ponerse a pensar los nombres. Y dijimos “si es una chiquita, se llamará Ángela como la madre”. Pero cuando dijimos que si era varón se llamaría como el padre, Santiago dijo que no, que no le gustaba. Cuando nació, él seguía diciendo lo mismo, y nada, que no habíamos pensado el nombre. Y dijo: pues si lo ibas a llamar Ángela y ha nacido maromo, pues lo llamas Ángel y ya está —al decir eso, le entra la risa. Está como riendo y llorando a la vez, pero la risa empieza a ganar terreno—. Ay, niño, me hizo una gracia. Y así se quedó —dice mientras da una fuerte palmada. Una especie de chimpón.
No he querido preguntar mucho más, porque no para de dar rodeos al tema y porque creo que hay algunas cosas que le harían mucho daño. Ahora mismo, si soy yo el que puede descubrir lo del culpable (y el calendario dice que sí puedo), lo único que se me ocurre es que Ángel sea el Ángel que yo conozco. Ya consideré esa posibilidad, pero de manera muy remota. Ángel fue a la tienda de empeños hace poco… ¿Qué dijo?
Estaba buscando un objeto en una tienda de empeños. Dijo que la persona no lo vendió por internet y que, si lo hizo, lo haría en alguna tienda de la zona. El objeto era una especie de amuleto para él. También dijo que conocía a la persona que habría empeñado ese amuleto. Por lo visto, dicho amuleto era una especie de recuerdo con valor sentimental.
Si Ángel es el hijo de Santiago, la persona que tenía el amuleto era el propio Santiago, y le diría a Ángel que ese amuleto ya lo empeñó. Un anciano como él no vendería el objeto por internet, es verdad. Ángel buscaría por todas las tiendas de empeños o de segunda mano y, al no encontrarlo, decidiría buscar en casa de sus padres. Todavía debe de tener las llaves de ese piso. Santiago, de alguna forma, sabe que fue Ángel quien entró, y por eso no quiere cambiar la cerradura, porque, aunque va de durito, no quiere quitarle a su hijo la posibilidad de volver a casa cuando él quiera, y porque sabe que el ladrón no es alguien desconocido, es su propio hijo. No se lo quiere contar a Ángela por lo mismo, porque no quiere que sepa que su hijo es un ladrón.
Encaja suficientemente bien como para ir con cierta confianza a acusar a Ángel a la cara. Me sabe mal, porque me cae genial, en especial cuando acaricia a su perro Pancho, pero la ha liado mucho en el edificio, así que toca hacer algo.
Busco a Ángel por diferentes calles. Pierdo como más de una hora de mi tiempo buscando, pero, cuando ya me voy a descansar un rato para intentarlo en otro momento, lo veo sentándose en una de sus aceras recurrentes. Ahí está, tan tranquilo y con la misma cara de apacibilidad que su perro.
—Hola —digo. Me sale un poco seco. No quería sonar tan así.
—¡Hola, Izan! ¿Todo bien? Te veo muy serio.
—Bueno, eh… —voy a ir directo al grano—. ¿Encontraste tu amuleto?
—¿Qué? —dice—. Ah, es verdad, que me acompañaste a las tiendas de empeños… Qué va, no lo encontré.
—¿En casa de tus padres tampoco?
Ángel ya no tiene cara apacible. Creo que he dado en el clavo.
—¿Disculpa?
—Cuando entraste en casa de tus padres. En casa de Santiago y Ángela. ¿No lo encontraste ahí tampoco?
Se levanta poco a poco y se acerca a mí. No voy a mentir, de repente tengo bastante miedo.
—¿Quién te ha dicho eso?
—No me lo ha dicho nadie. Me he puesto en plan detective y lo he averiguado.
—¿En plan detective? Explícate.
—O sea, ha habido bastante revuelo en el edificio… —me cuesta hablar de forma estable porque de verdad que le ha cambiado mucho la expresión y ahora intimida muchísimo—. Hubo reunión de vecinos super tensa ayer y todo… O sea, yo soy vecino de Santiago y de Ángela… Y, bueno, el señor Santiago se comportaba muy raro, como que ocultaba algo y tal, y entonces he ido a su casa y como la señora Ángela estaba sola, le he hecho unas preguntas, y he unido algunas piezas, y…
—¿Has estado haciendo preguntas a mi madre? ¿Has molestado a mis padres?
¿Qué hago? ¿Qué le digo? ¿Salgo corriendo?
—Eh… A ver, no he molestado a tus padres. Bueno, a tu padre no, porque no he hablado con él ni nada —aunque ayer se fue de la reunión enfadado por mi comentario, pero no vamos a entrar en eso—. Y tu madre ha estado bien conmigo, yo tampoco he querido apretar mucho, porque ya me iba haciendo una idea y prefería comentarlo contigo…
—Pues ya puedes dejarlos en paz. Sí, he sido yo. He entrado en su casa y he rebuscado por todas partes para buscar el amuleto. ¡Joder! Yo pensaba que no tendría ningún problema con eso porque la policía no tenía cómo encontrarme ni relacionarme con nada. No tengo ni DNI. No tengo nada que me identifique, y por lo visto eso no importa a nadie. Pero… Joder, lo último que me imaginaría es que vendrías tú y te pondrías… ¿Cómo has dicho? En plan detective, ¿no?
—Sí, bueno… Un poco amateur y eso —otra vez una respuesta que da vergüenza ajena—. ¿Les has robado dinero?
—Dinero… Robé un poco de dinero, sí. Mientras buscaba el amuleto, encontré una cajita con dinero. Tenían guardados ahí más de cien euros en monedas y billetes pequeños. Yo solo cogí quince, y fue para un poco de comida para mí y para el perro. Esperaba que no se notara y cogí lo menos posible. Me siento como una mierda por eso…
—Quince… Bueno, tampoco está tan mal, dada tu situación…
—Está mal, Izan. No mientas. Sabes que no me gusta que me mientas.
—¡No te miento! La verdad es que lo que he pensado es que yo en tu situación hubiese hecho lo mismo. Bueno, con mis padres… Creo que hubiese robado más, y les daría exactamente igual. Pero si mis padres fueran Ángela y Santiago… Pues eso, poquito, muy poquito, y más si hay que alimentar a Pancho.
—Ya… Pues yo me siento como una mierda.
—Entonces el amuleto no estaba en casa de tus padres, ¿no?
—Creo que no. A lo mejor es que busqué mal. Tenía la esperanza de que mi padre lo tuviera en casa todavía, pero no lo encontré por ningún lado. Al final será verdad que lo ha vendido, pero entonces no sé a dónde.
—¿El señor Santiago te dijo que lo había vendido?
—Sí, me lo encontré por la calle hace unas semanas y discutimos, y me dijo que ya me olvidase de ellos, que incluso había vendido mi amuleto.
—Vaya… ¿Qué era el amuleto exactamente? No creo que te pueda ayudar, pero no sé…
—Ya, tranquilo… Era una tontería. Una cosa que teníamos cuando era pequeño. Una vez fuimos a una fiesta de su empresa, donde invitaron a todos los familiares y demás. Yo tendría pues unos nueve o diez años o así. El jefe organizó una competición donde cada padre y su hijo participaba como dúo, y había un premio y tal. Mi padre y yo ganamos ese juego y el premio, y también nos dieron una medalla que se supone que estaba hecha de plata de verdad. En esa empresa tenían clase y dinero, la verdad… Y yo pues le tenía mucho aprecio a esa medalla, porque siempre hemos dicho que era el símbolo de que mi padre y yo éramos el mejor equipo… —Ángel se detiene porque le cuesta articular estas palabras—. Quiero pensar que no sería capaz de vender o de tirar eso… Y, si lo ha hecho, entonces la quiero recuperar, porque seguro que se arrepiente. Pero no la encuentro, no sé si porque no busqué bien o… No sé.
—Joder… Entiendo. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Ya empezamos. Eres muy buena persona, ¿verdad? Me recuerdas demasiado a mi amigo.
—Ah, ¿sí? —no sé qué se dice en estos casos.
—Sí. Dices cosas parecidas a las que dice él. No sé, son tonterías mías. Él es demasiado bueno conmigo siempre. Es el que te dije que me regaló un móvil y que siempre me ofrece dinero. No quiero abusar tanto de la confianza de nadie, Izan…
—Déjate de tonterías. Dime cómo te ayudo, va. ¿Intento comprobar si Santiago tiene el amuleto?
—Que no hace falta…
—De acuerdo, que lo haga a mi manera entonces, ¿no?
—¿Tú crees que me puedes ayudar?
—Yo creo que sí —digo, golpeando el pecho con mi puño. Me he pasado y me he hecho daño. Lo peor es que se nota que me he hecho daño yo solo, así que la escena me ha quedado más patética de lo que debería.
—Bueno, no te mates tampoco. Si puedes hacer algo, te lo agradeceré mucho. Pero, por favor, intenta que mis padres no se sientan mal, ¿vale?
—Por supuesto. Yo no tengo ningún interés en que en especial tu madre se sienta mal. Me cae muy bien esa señora. Una vez me dio algo de dinero por llevarle las bolsas.
Ángel se ríe. Está triste, pero creo que le he podido hacer reír un poco. El que sigue alegre es Pancho, que no se entera de nada. Me da hasta envidia.
Me despido de Ángel y de Pancho después de terminar la charla.
Al volver a casa, justo antes de entrar por la puerta, tengo un presentimiento terrible. Alex es muy de poner música, pero no de poner la música tan fuerte. Además, ese tipo de música… Bueno, sí, le pega a Alex, pero… Tan “ritmo caribeño” … No sé si… No, no me jodas…
Al entrar por la puerta, me encuentro a Alex, a mi hermano y a mis padres bailando, tomando unos cócteles, y mi madre obligando a Espino a bailar con ella.
—No por favor…
—¡Izancín pequeñín!
Lo ha dicho con una voz tan estridente que me ha atravesado el pecho.
—¿Qué pasa contigo? —dice mi padre—. ¡Que no venías! La fiesta ha empezado hace rato sin ti.
—¿Qué fiesta? ¿Qué dices? ¿Qué celebramos?
—Eh, no te pongas tan tenso —dice mi hermano—. Cuánto tiempo, ¿no? Un abrazo o algo.
Me da un abrazo de esos que vienen acompañados de palmadas muy fuertes en la espalda.
—A mí no me mires —dice Alex—. Han aparecido los tres por sorpresa y se han adueñado de la playlist y el altavoz. Yo tampoco me he resistido mucho, lo confieso.
—Ya… ¿Qué hacéis aquí?
—¿Qué hacéis aquí? —dice mi madre, en teoría imitando mi voz, pero diciéndolo mientras mueve el cuerpo y las patas de Espino como… ¿Si lo dijera él? No entiendo muy bien la lógica.
—Tu madre y yo ya hemos peinado todo Portugal. No queda playa sin explorar. Porto Santo, Puerto de Seixal, Praia de Tres Irmaos… Bueno, bueno, es que no nos lo terminábamos nunca.
—¡Luego nos fuimos a Grecia! —dice mi madre—. Ese nos gustó menos, pero también tenía cosas bonitas.
—Y para el siguiente viaje —dice mi hermano—, me acoplo yo con ellos. Estos dos solo han ido Italia para el turismo habitual, pero no saben que las mejores playas de Europa están ahí. Bueno, sin contar las de España, claro.
—No creo que los italianos ganen a Portugal… —dice mi padre—. Toda noite era uma festa… —y ahora se pone a hacer un bailecito y a decir palabras en portugués, creo.
—A tu padre le encantó Portugal —dice mi madre—. ¿A que sí gatito?
—Entonces, para que yo lo entienda —digo—. Habéis quedado los tres para ir juntos a Italia no sé cuándo, y habéis decidido que el punto de encuentro sería en mi casa.
—Sí, tú lo has dicho —dice mi hermano—. Así te vemos.
—Qué bien. La de avisar no os la sabéis, ¿no?
Todos se ríen. Me siento acorralado. El día que me tomen en serio será el día que yo ande más recto que el resto de la sociedad.
—Oye, una cosa, Izan —dice mi padre—. Lo de quedarnos aquí a dormir, aunque sea por el suelo con unas mantas, está difícil, ¿no?
—Si es en el suelo con unas mantas, casi que me da igual. Pero dile a mamá que deje de infartar a mi gato, que se está pasando.
—¡Vale! Ya paro… Jo… —dice mi madre, soltando a Espino poco a poco, haciendo mucho drama—. Adiós Espincincillo… Tu dueño no deja que juguemos juntos…
—Y qué os iba a decir… —digo—. ¿Os vais mañana o qué?
—¡El miércoles! Tenemos un día y medio para contarnos un poco nuestras vidas —dice mi padre.
—Genial. Mejor que os cuente Alex sus viajes y sus cosas, que creo que os entenderéis mejor.
—Sin ningún problema —dice Alex—. Tú vete a lo tuyo, que yo les distraigo —Alex pega un salto del sofá y se acerca a mí para hablarme de forma más privada—. ¿Tienes ya al culpable?
—Sí… Era el hijo de los ancianos, que, a su vez, era el vagabundo ese del que te hablé. El del perro feliz.
—¡Olé! Muy bien, eres todo un detective. Pues hala, descansa, yo distraigo a tu familia.
—Muchas gracias… Menos mal, la verdad.
Me voy a encerrar en mi cuarto, pero, antes de hacerlo, les digo una cosa a los tres, y tendrán que hacerme caso.
—¡Ah! Por cierto. Mañana vamos todos a visitar al tío Mateo —al decir eso, mis padres ponen una expresión terrible—. El que se niegue, no duerme en esta casa. ¿Estamos?
—Sí, papá… —dice mi padre. Qué gracioso. Me parto.
—¡Eres un tirano! —dice mi madre—. Yo me puedo escaquear, ¿no? Es tu hermano, no el mío —dice empujando a mi padre.
—Yo ya iba a ir igualmente, pero tienes razón, hay que arrastrar a los papas. Estoy contigo en eso —bueno, mi hermano siempre ha sido ligeramente más razonable que nuestros padres, bien por él.
Por lo menos que sirva de algo que hayan venido. Si los llevo a rastras a visitar a mi tío, seguro que él descargará toda su rabia contra ellos, pero me verá a mí como a un héroe. Un auténtico Robles.
No entiendo muy bien por qué, pero antes me daba muy igual lo que mi tío me decía, y ahora no solo me preocupo por él… Es que, encima, busco su aprobación de alguna forma. No sé si eso es bueno o malo, pero esta oportunidad no la iba a dejar pasar. Ya tenemos plan familiar para mañana.

Comments