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Martes 15 de agosto de 2023

Joel Soler

Actualizado: 21 ago 2023


Capítulo 168

Tarde con los mayores

“No entiendo muy bien la frase. O sea, me puede encajar con el plan de hoy,

pero noto que falta algo que le pueda dar sentido del todo.”



La estampa con mis padres suplicando y haciendo como que lloran para no ir a ver a mi tío es de auténtica vergüenza ajena. Han conseguido escaquearse toda la mañana, pero de ahora no pasa.

—Venga, andando —dice mi hermano.

Mi hermano, Javier Robles, aunque todo el mundo le llama Javito, cosa que a mí siempre me dio una especie de vergüenza ajena, es unos pocos años mayor que yo, pero nunca hemos tenido ni buena ni mala relación. A él le da igual todo, siempre tiene la mirada puesta en su siguiente plan, y todo lo demás parece un trámite. Nunca hemos tenido ningún problema, y cuando me ve parece que le importo un poco, pero no creo que se acuerde mucho de mi existencia. Se entiende muy bien con mis padres, pero es verdad que parece que haya madurado un poco más que ellos, y a veces es él quien tiene que hacer de padre para los dos. Mi madre siempre le amenaza con cosas como que le llamará Javier o “Javote” en lugar de Javito o “Javincín”. No hace falta aclarar que a mi hermano (y a cualquier persona en su lugar) le da completamente igual eso.

Ahora que lo pienso, fue gracias a mi hermano que conocí a Frank. ¿Seguirán en contacto? ¿Sabrá que Frank está en la cárcel? ¿Sabrá que ya estuvo antes, salió y volvió a entrar? Creo que no se lo diré, porque no le quiero cortar el rollo. Él es muy de que no le corten el rollo.

Cuando estamos saliendo por el portal, nos encontramos con una imagen con la que ninguno de nosotros contaba. Mi tío Mateo y su amigo Rafael entrando por la puerta.

Los cruces de miradas entre toda la familia se asemejan a una traca de petardos de esas que genera pequeñas explosiones en cadena. Así es como yo lo siento.

—Vaya —dice mi tío.

—Vaya, eso digo yo… —dice mi padre.

—Otra vez de paseo por España sin avisarme ni nada, ¿no? —dice mi tío.

—¡Eh! ¡Justo ahora íbamos a verte! —grita mi padre.

—Sí, claro. Justo ahora —dice mi tío.

—Tío, qué pasa —dice mi hermano, acercándose a él para darle un abrazo.

—Pero si ha venido el bala perdida —dice mi tío—. ¿Tú tampoco ibas a venir a verme?

—Tío, que sí que íbamos a verte. Izan y yo hemos tenido que arrastrar a mis padres —dice mi hermano.

—¡Oye! —gritan mis padres a la vez.

—Es la verdad —digo yo.

Mi tío me mira, como si fuera capaz de ver la verdad en mis ojos.

—Izan, ¿tú me juras que ahora ibais a verme?

—No solo te lo juro tío, es que te lo voy a demostrar. Dame un momento —saco el móvil y llamo a Alex con el manos libres puesto—. Es el chico que vive estos días conmigo, el que estaba en la reunión —aclaro en lo que responde la llamada.

—¿Hola? —dice Alex.

—Alex, pregunta rápida: ¿tú sabes a dónde nos íbamos ahora todos los de mi familia?

—¿Los de tu familia? A ver a tu tío a la residencia, ¿no?

—Vale, muchas gracias. Hasta luego.

—Un placer, ¡nos vemos! —ni se plantea para qué le pregunto eso. Él es feliz todo el tiempo.

Mi tío no será capaz de reconocerlo, pero acaba de sonreír y de sentirse aliviado.

—Bueno, vale, me lo creo.

—Yo ya sabía que era verdad —dice Rafael—. Izan no me parece de esos que saben mentir.

—¿Gracias…? —digo.

—Te han tenido que arrastrar los nenes, ¿no? —le dice mi tío a mi padre.

—Un poco, sí. No me gusta la mala energía que me das —dice mi padre.

—Perdone usted. Si te fastidia tanto venir a visitar una vez cada tropecientos meses a tu único hermano, haz lo que te dé la gana.

—Venga, Mateo, vamos a llevarnos bien —dice mi madre. A mi tío no hay huevos de llamarlo “Matentín” o alguna mierda del estilo.

Mi tío solo la mira, pero pasa de ella. Siempre le ha caído bastante mal.

Me parece notar que mi hermano está mirando con mucho interés al señor Rafael, pero no sé por qué. Al final, sus miradas se cruzan un momento.

—¿Pasa algo? —le dice Rafael.

—No, no. Oiga, ¿nos conocemos de antes? —dice mi hermano.

—No creo. No me suena. Soy compañero de residencia de Mateo, pero por allí solo se pasa Izan de tanto en tanto.

—Ya. No sé. Se me habrá ido la cabeza.

—Bueno, a ver —dice mi padre—. ¿Qué haces aquí en el portal? ¿Ibas a ver a Izan?

—No era el plan principal. A lo mejor lo saludaba un rato, porque es el único de la familia que me aprecia un poco.

—¡Oye! —dice mi hermano—. Que yo les he obligado a venir también.

—Bueno, tú te salvas. Izan es medio Robles y tú eres como mucho una quinta parte de Robles. Y tu padre es un cero patatero.

—Me lo voy a tomar como un cumplido —dice mi padre.

—Ah, ¿sí? —dice mi tío—. ¿Es un cumplido no parecerte a padre o al abuelo? Ah, muy bien. Estupendo.

—¿Entonces a qué habías venido? —digo yo, para ver si aligeramos un poco la conversación.

—He venido a hacer una visita a Ángela y a Santiago. El otro día en la reunión vi que estaban muy pochos, y yo me llevo bien con ellos, así que dijimos que igual me pasaba esta semana. Como hoy es festivo y la residencia está a rebosar de familiares gorrones, he preferido salir de ahí y pasear un rato.

—Pues mira —dice mi padre—. Tú vete a visitar a los ancianos esos y nosotros nos quedamos en casa de Izan, y ya tú te pasas si quieres cuando acabes.

—Pues me parece estupendo —dice mi tío—. Vamos, Rafael.

—Oye, ¿puedo ir yo también? —digo. Ahora le veo más sentido a la predicción. Estaré con mi tío, su amigo Rafael y la pareja de ancianos del segundo. Todos los mayores. Festival de la tercera edad.

—Claro, vente —dice mi tío.

Nos despedimos por un rato de mis padres y de mi hermano, y me voy al segundo primera con mi tío y Rafael.

Allí tenemos una merienda muy amena con la señora Ángela y su marido, que, como siempre, está muy callado todo el tiempo.

Yo busco la oportunidad para hablar con alguno de ellos sobre el tema del amuleto. Es muy difícil sacar el tema sin que sea incómodo o doloroso, que es justo lo que Ángel no quiere.

Busco todo el rato mi oportunidad, agazapado. Hay un momento en que Santiago se levanta y le dice a su mujer que va a la cocina a ponerse un vaso de no sé qué. Es mi momento.

Yo me levanto y solo digo “ahora vengo”, para no especificar si voy al baño o a la cocina. Como justo la señora Ángela está en mitad de una anécdota que a mi tío le hace mucha gracia, no nos hacen ni caso. Es el momento.

Entro en la cocina. El señor Santiago hace como si nada. El tipo está en su mundo. Venga, cojo aire, confianza, fuerza… Va, vamos allá.

—Señor Santiago, una cosa…

Madre mía. Esta cocina hace eco o algo. Se me ha hecho como que he hablado muy fuerte. Ahora ya no hay vuelta atrás, pero se me hace muy raro hablar con este hombre.

Él solo me mira, en silencio, quieto.

—Hablé ayer con Ángel. O sea, con su hijo Ángel.

Le cambia la expresión. Sus músculos se tensan. No me gusta nada cómo me está mirando.

Pero sigue sin contestarme el muy cabezón.

—Él solo quería saber si usted había vendido o tirado la medalla esa que ganaron cuando él era pequeño. Para él es muy importante.

Se queda callado otra vez, pero yo espero con paciencia a ver si habla, y al final lo hace.

—Yo ya no me hablo con él —dice, y se pone a hacer otra cosa. No es una persona fácil.

—Santiago… Usted no quiere cambiar la cerradura porque quiere dejar la puerta abierta a que su hijo vuelva, ¿no? —digo, sin ser consciente de la alegoría que me iba a marcar con ese juego de palabras con la puerta abierta. Ojo a mi inspiración.

No me contesta. Es pura frustración este hombre, y no llevo ni dos minutos con él aquí encerrado.

—Ángel solo necesita confirmar lo de la medalla. No necesita nada más. Con eso solucionamos lo de la preocupación que tiene el edificio con esto del ladrón y dejamos en paz a la policía, ¿no? Venga, Santiago… Solo necesita saber lo de la medalla.

—No, no —dice. “No, no”, ¿qué? No entiendo a este hombre, de verdad.

—¿No la tiene? ¿No tiene la medalla?

—Deja, deja —hace unos leves aspavientos como para apartarme.

—¿Qué?

No me contesta. Estoy por irme a registrar su habitación en su misma cara.

Santiago camina poco a poco hacia fuera de la cocina. Está murmurando cosas y todavía hace los movimientos esos con los que me ha apartado. Se va hacia su habitación, creo. Yo lo sigo.

Se acerca a su cama y aparta la almohada del que imagino que debe de ser su lado. Hay un objeto ahí. Lo agarra y me lo enseña. Es una medalla de plata.

—¿Es esa? —digo.

Él solo murmura y la vuelve a guardar. Luego vuelve a la cocina y no dice nada más.

Creo que con eso ya lo entiendo todo.

Sí, ¿no? Santiago le dijo por puro rencor a Ángel que había vendido esa medalla, pero era mentira. La tenía guardada en casa, pero Ángel nunca la pudo encontrar porque estaba en uno de los pocos sitios donde no podría mirar de ninguna de las maneras mientras sus padres dormían… Debajo de la almohada de su padre. Santiago duerme pegado a la medalla.

No quiere que su hijo vuelva, pero tampoco quiere cambiar la cerradura. Le dice a su hijo que ha vendido la medalla, pero duerme con ella en su almohada. Este hombre es un desastre… Pero Ángel tenía razón en sus pensamientos más optimistas: su padre no fue capaz de tirar el amuleto que los unía.

Me quedo mucho más tranquilo. Seguro que le doy una alegría a Ángel. No sé si me podré meter mucho más en esta historia, pero ayudaré a que Ángel se sienta aliviado.

El resto de la merienda con los mayores es muy apacible. Todo lo contrario a lo que pasa luego en mi casa, cuando mi tío y su amigo suben para pasar un rato con mis padres y mi hermano, y menudo espectáculo. Reproches, cuchillos voladores, comentarios hirientes, Alex riéndose de algunas ocurrencias con las que se atacan unos a otros… En fin, nada reseñable.

El día termina con mi tío dándome las gracias por ser mejor Robles que los demás, y con mis padres diciendo que ha sido una experiencia horrible. Luego, tanto ellos como mi hermano se despiden de mí antes de dormir, porque mañana van a madrugar y no quieren hacerme pasar por eso. Todo un detalle. A veces son considerados conmigo.

Antes de irme a dormir, Alex me hace reflexionar sobre algo.

—Oye, la predicción de mañana… ¿Crees que es sobre Abril?

—Pues no lo sé. Puede que sea de esas predicciones donde lo que yo decida que sea la interpretación correcta, así será.

—Se te nota la experiencia ya. Bien hecho —dice, y me frota la cabeza—. Pues… Sí, yo apuesto por Abril. Tú quieres intentar recuperar lo que tenías con ella, ¿no?

—Sí… Eso creo.

—Pues dale vueltas esta noche, porque mañana vas a enfrentarte a eso. Venga, ahora descansa, ¡y mañana al ataque!

Lo último que hago antes de dormir es dejarle un mensaje a Abril por si quiere ir a dar una vuelta en cualquier momento de mañana. Justo antes de dejar el móvil del todo, me contesta para decirme que tiene un ratito por la tarde.

Ya tengo plan para mañana, pero… Solo pone que lo quiero intentar. Ni una pista de si saldrá bien o mal. Tal vez depende de mi buena voluntad, ¿no?







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